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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Citas no siempre citables

Mark Zuckerberg se ha convertido en el nuevo rey Midas de la edición internacional.

Manuel Rodríguez Rivero
Albert Einstein.
Albert Einstein.Alfred Eisenstaedt / Getty Images

Como ya saben todos ustedes (si es que siguen ahí), Mark Zuckerberg se ha convertido en el nuevo rey Midas de la edición internacional. Celebridades mediáticas prescriptoras de libros las ha habido siempre, pero no con el éxito obtenido por el fundador de Facebook en su primera recomendación. Que, además, viene acompañada de la creación de un singular club de lectura universal que ofrece a sus socios una inyección de pertenencia a una comunidad. La fórmula ya es antigua, sobre todo en Estados Unidos, donde buena parte de la población vive relativamente aislada en urbanizaciones alejadas del centro de ciudades que quedan desiertas tras el fin de la jornada laboral: esa fue la clave del éxito de Oprah Winfrey, otra prescriptora célebre, cuando aún no existía Facebook y las redes sociales andaban en pañales. Lo de Zuckerberg, al que Time ha considerado en repetidas ocasiones una de las 100 personas más influyentes del planeta, no es tan inocente como parece. Su competidor en la ciberindustria Jeff Bezos, fundador de Amazon, ya comprendió hace tiempo las posibilidades de hermanar la autoridad que confieren el éxito y la celebridad con Internet: por eso hace un par de años compró Goodreads, la mayor comunidad de lectura, por una cantidad nunca declarada que los expertos en cibernegocios cifraron entre 800 y 1.000 millones de dólares. Y lo hizo porque necesitaba, además de prescripciones externas más fiables que las proporcionadas por el propio Amazon, un vínculo más estrecho y “vivo” entre sus clientes potenciales. Por cierto, y como no hay nada fortuito, Goodreads lanzó unos días antes de que Zuckerberg presentara su club su ya tradicional Reading Challenge —“desafío lector”—, apelando, como es típico en Estados Unidos, al compromiso moral (pledge) de sus miembros: uno se inscribe comprometiéndose a leer un determinado número de libros al año, y la compañía le ayudará animándole a cumplir el objetivo, al tiempo que le informa de cómo van los compromisos de los otros y le suministra sugerencias de lectura. La última vez que consulté la página se habían inscrito 625.000 participantes comprometidos a leer 31 millones de libros en 2015, lo que da una media envidiable. Ya ven: la lectura lleva camino de convertirse en deporte olímpico de masas, al tiempo (y no por casualidad) que la crítica literaria vive su peor momento desde que Aristóteles la inventó en su Poética. Mientras tanto, convendría utilizar mejor las escasas “prescripciones involuntarias” de nuestros famosos, sean políticos o celebridades. Un ejemplo: ignoro la repercusión que habrá tenido en las ventas de Tusquets la cita de Haruke [sic] Murakami que incluyó el señor Monago en uno de sus últimos discursos. Pero, conociendo la afición del estólido presidente extremeño por los aviones, no me extrañaría que hubieran aumentado la venta de obras del japonés en las librerías de aeropuerto, siempre atentas a ese tipo de novelas sin demasiada chicha ni limoná a las que, si me permiten la maldad, pertenece —siempre en mi opinión— la empalagosa Los años de peregrinación del chico sin color, un best seller de qualité, que ha vendido lo que no está escrito.

Límites

Y, hablando de citas, ignoro si Monago se escribe sus discursos o si tiene a mano un letraherido encargado de buscarle las referencias culturales cosmopolitas (ya nadie se acuerda de Gabriel y Galán: “señol jues, pase usté más alanti” y toda aquella antigüedad) tan necesarias en la época de la globalización. En todo caso, en España nunca han proliferado esos estupendos diccionarios de quotations a los que son tan aficionados los anglohablantes y que sirven para todo tipo de rotos y descosidos. Universidades prestigiosas como Yale, Oxford o Cambridge publican periódicamente una nueva edición de los suyos, siendo muy consultados por quienes desean sembrar en sus discursos píldoras de sabiduría o gracejo ajenos. A veces esos vademécums corrigen citas mal citadas: Sherlock Holmes nunca dijo “elemental, mi querido Watson” y Rick Blaine nunca le pidió a su pianista “play it again, Sam”, al menos de ese modo. Y es que es muy habitual que la gente se invente citas ingeniosas y se las atribuya, con anécdota añadida, a autoridades famosas por su ingenio. En el mundo hispánico, Borges es, junto a Quevedo, uno de los autores a los que más se le atribuyen. Hace poco un amigo argentino, y fan de Sergio Chejfec, me contó una apócrifa del autor El Aleph según la cual a un acompañante que, durante un paseo, le daba la vara insistiéndole en que en los últimos cien años la humanidad había hecho grandes conquistas en el conocimiento del tiempo, Borges replicó que no le extrañaba, porque en los últimos cien metros él mismo había hecho grandes conquistas en el conocimiento del espacio. A propósito de tiempo y espacio, y de su carácter relativo, estos días abro de vez en cuando las páginas de Albert Einstein, el libro definitivo de citas (editorial Plataforma) y leo al azar alguna de las más de 1.500 del científico cuidadosamente documentadas y recogidas por temas y apartados (desde el patriotismo a los judíos, pasando por Dios o la educación). Mis preferidas son algunas de las más célebres: la que afirma que la imaginación es más importante que el conocimiento (mejor que lo diga un científico que un novelista) o que la diferencia entre la estupidez y el genio reside en que el genio tiene sus límites. Por cierto, a ver cuándo se atreve algún editor con las citas del presidente Monago, que quizás dieran para otro pequeño libro rojo de venta más limitada que el de Mao.

Wolinski

Empecé a amar a Georges Wolinski, uno de los ilustradores asesinados en la masacre de Charlie Hebdo, cuando descubrí sus dibujos anarcoides y salvajes en aquella legendaria revista que se llamó Hara Kiri y que tenía como lema, al que sin duda se atenía con rigor, el de journal bête et méchant. En seguida me gustaron sus dibujos agresivos y repletos de disparatadas historias crueles y de mujeres libres con una permanente tendencia al despelote y a ridiculizar a sus parejas. Wolinski me llevó luego a Charlie Hebdo, que heredó el magnífico plantel de dibujantes cuando Hara Kiri fue censurada por el ministro del Interior, tras publicar aquella mítica portada en la que se leía: Baile trágico en Colombey: 1 muerto, publicada a la semana siguiente de la muerte del general Charles de Gaulle en su casa de Colombey-les-Deux-Églises. De hecho, y según el propio Wolinski, el “Charlie” del título era un irrisorio homenaje al militar. Ahora, mientras por un lado siguen vivos el dolor y la rabia por la nueva matanza perpetrada por quienes han convertido su religión en un pretexto para el asesinato y, por otro, crece la inquietud ante las previsibles consecuencias liberticidas de la rampante pulsión islamófoba, me imagino que el gran dibujante se ha colado (sólo por un rato) en la Yanná a la que aspiraban como premio sus asesinos, provisto de un juego de lápices con los que mejorar la imagen del profeta y dos o tres cosas más que allí necesitan retoques.

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