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El hombre que fue jueves
Columna
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Cinco minutos y a escena

Actores y directores de teatro rememoran los nervios previos al espectáculo

Marcos Ordóñez

Una de las muchas paradojas del actor es el miedo a la exposición. Extrae su fuerza de la mirada ajena, pero a menudo esa mirada es la causa de su fragilidad. El público le da su aplauso y al mismo tiempo exige, juzga, condena. “Vivimos de seducir al público”, decía Anna Lizarán, “y necesitamos su aprobación para tener confianza. Allá arriba jugamos con la piel, los ojos, la boca, la voz… Todo se vuelve muy vulnerable, todo te duele mucho o te hace muy feliz”. La intensidad de su coraje hará que el actor venza, noche a noche, a la bestia de mil ojos. Dice David Mamet: “Cuando el coraje del actor se une a las frases del dramaturgo, se crea la ilusión del personaje. Si el actor sabe ser auténtico y sencillo, si logra hablar con decisión pese a estar muerto de miedo, conseguirá forjarlo en el escenario. Y ese será el personaje que llegue al espectador y le produzca una emoción verdadera”.

Billie Whitelaw, que murió el mes pasado, decía en una entrevista reciente: “No me asusta la muerte. Me asustaba mucho más cuando yo estaba en escena y subía el telón”, y por eso acabó dejando el teatro. Parece que el momento de máxima tensión es cuando el regidor dice: “¡Cinco minutos y a escena!”. Sin embargo, la mayoría de los actores que conozco se crecen tan pronto pisan las tablas.

“No sé lo que es el miedo escénico”, escribía hará unas semanas José María Pou. “Sí conozco, en cambio, el miedo preescénico. En lo alto del escenario, frente al público, no le temo a nada ni a nadie. Entre bastidores pueden temblarme las piernas, pero en cuanto piso el escenario se asientan, se clavan, se templan y me siento seguro. En el escenario estoy en casa, rodeado de amigos. Es fuera de escena cuando me siento como gallo en vísperas de Navidad”.

Después del miedo, la mayoría de los actores que conozco se crecen tan pronto pisan las tablas

La Lizarán decía necesitar muchas veces una copa y un perfume, ambos relacionados con el personaje, para salir a matar, pero una vez “allá arriba” era la reina absoluta: si un espectador estornudaba, era capaz de decirle “¡Jesús!” sin salirse del texto. Como Bódalo y su legendaria historia del monólogo que hacía llorar a toda la sala, y que recitaba escuchando el fútbol con un auricular.

Quizás esa fuerza radique en convertir cada acción en puro presente. “El miedo no puede vivir en el presente”, me dijo una vez Declan Donnellan, “así que inventa una nueva dimensión para gobernarnos y la divide en dos falsos tiempos, a los que llama pasado y futuro. Rige el futuro con la ayuda de su hermana menor, la señora Ansiedad, y el pasado con el apoyo de su hermana mayor, la señora Culpa, y cubre de humo el presente para hacernos creer que no estamos ahí”.

Entiendo también que el actor maduro tema a un presente que no puede habitar en plenitud de facultades: a esa edad el miedo al blanco se vuelve poderoso, obsesivo.

A veces, me cuentan, sobreviene el hartazgo de la exposición y el peso de las miradas, tan buscadas en la juventud. A esa edad, Fernán-Gómez detestaba las funciones, por rutinarias, y optaba por el ensayo, libre de público, con una frase que solo en apariencia era una boutade: “No me gusta que me miren cuando estoy trabajando”.

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