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El nada aséptico olor de los libros

La llamada "luz azul" de las pantallas dificulta la secreción de melatonina, con lo que los que leen en dispositivos electrónicos duermen peor y tardan en despejarse por la mañana

Manuel Rodríguez Rivero
Leonardo DiCaprio en 'El gran Gatsby', de Baz Luhrmann.
Leonardo DiCaprio en 'El gran Gatsby', de Baz Luhrmann.

¡Ah, el olor de los libros viejos! Unos científicos británicos han aislado al menos 15 elementos volátiles de los más de 100 que emanan de los viejos libros y cuya mezcla varía sustancialmente, aunque, al parecer, el componente más constante consiste en una pizca de aroma de vainilla producida por la lignina. No se lo tomen a broma: el del olor es uno de los argumentos que más esgrimen los defensores del libro de papel contra la asepsia plástica y desalmada de los libros digitales. El olor tiene importancia en el libro y también en la literatura: desde los miasmas negros que se esparcen desde la comisura de la suicidada Bovary hasta la exquisita esencia olorosa de las flores que consigue captar Jean-Baptiste Grenouille en El perfume (Suskind). Acerca de todo eso, de los olores del libro y de los de la literatura, puede consultarse con provecho el muy sesudo libro de Hans J. Rindisbachen (1993, Universidad de Michigan), cuyo título lo dice todo: El olor de los libros: un estudio histórico-cultural de la percepción olfativa en la literatura. En cuanto a los argumentos contra el libro electrónico, los encontramos por doquier. Supongo que también encontrarían los suyos los que a finales del XV ponían pegas a los libros impresos a cuenta de, por ejemplo, el penetrante olor de la tinta. O quizás los que recelaban —y eran muchos— de que un mismo libro pudiera estar en "manos de personas muy diferentes al mismo tiempo", por emplear la estupenda expresión empleada por William Caxton, el impresor de Los cuentos de Canterbury (1476), la primera obra impresa en Inglaterra. Lo último que he encontrado para reforzar los argumentos de los defensores del libro de papel es el resultado de un estudio del hospital Brigham and Women’s, de Boston, realizado durante dos semanas sobre una docena de sujetos, según el cual los que leen antes de dormirse libros de papel alcanzan antes el sueño y descansan mejor que los que leen en tableta. Al parecer, y según el estudio, la llamada "luz azul" de las pantallas dificulta la secreción de melatonina, con lo que el reloj biológico de los que leen en dispositivos electrónicos se retrasa: duermen peor y tardan más en despejarse por la mañana. La única pega que encuentro es que los sujetos del experimento debían leer al menos ¡durante cuatro horas! antes de apagar la luz, por lo que presumo que muchas personas seguirán prefiriendo a tamaña vigilia lectora la ingesta moderada de hipnóticos y ansiolíticos. 

Cameos

Vísperas de Reyes. En lugar de seguir los prudentes consejos de H. D. Thoreau realizando una estimulante y vivificadora caminata por algún bosque poco transitado (léanse sus dos breves ensayos incluidos en Un paseo invernal, Errata Naturae), emprendí una incómoda excursión posnavideña a uno de los monstruosos centros comerciales de la periferia madrileña para ver en uno de sus cines (¡el único local en que la proyectaban!) El jugador, de Rupert Wyatt. Cuando regresé a casa me repantingué en el sillón de orejas y dediqué día y medio a repasar la novela homónima de Dostoievski, con la que, por otra parte, guardaba bastante más relación la película de Karel Reisz (1974) de la que la última es un digno remake. En realidad, Dostoievski ya dijo, mediante el personaje de Aleksei Ivanovich, casi todo lo que se puede decir acerca de un jugador empedernido, entre otras cosas porque escribía desde su propia y dolorosa experiencia: de ahí que todos los ludópatas que después han nutrido el cine o la literatura le deban siempre algo. Leo en el cuarto tomo (Los años milagrosos, 1865-1871) de esa obra maestra del género que es la monumental biografía que al autor ruso consagró Joseph Frank (traducción española en cinco tomos en el FCE) que Dostoievski compuso la novela en sólo un mes, consiguiendo cumplir por los pelos el draconiano plazo que le había impuesto su editor para seguirle publicando. En el libro, que ahora entiendo mejor que cuando lo leí por vez primera, las pasiones del juego y las zozobras del amor contrariado de Aleksei por la inestable Polina Aleksandrovna son el reflejo de las del propio escritor en la época en que estaba locamente enamorado de Apolinaria Súslova, una hermosa mujer que acabó dejándolo y sumiéndolo en la más negra desesperación. Lo que ignoraba —y he sabido gracias a Frank— es que la muy real Súslova lo había sustituido por un misterioso estudiante español de Medicina del que sólo se conoce el nombre de pila, muy simbólico, por cierto: Salvador. La literatura lleva a la literatura, de modo que pensé que ese Salvador —que, a su vez, abandonó a Apolinaria dejándola hundida en la miseria— se merecería otra oportunidad en un relato breve. Algo con más carne que el brevísimo cameo que le tocó representar en la biografía de un titán.

Pigmalión

Al final de El gran Gatsby (1925), cuando su protagonista ya no se encuentra entre los vivos, su padre le enseña al narrador Nick Carraway un ejemplar de un libro que le perteneciera y en cuya solapa trasera el joven Gatsby había consignado un proyecto de horario diario y una serie de propósitos generales a los que debía atenerse; “tenía la obsesión por mejorar”, le explica su orgulloso progenitor. Hijo de muy pobres emigrantes alemanes, “mejorar” significaba para aquel tipo que se haría rico con negocios turbios durante la prohibición escapar de la miseria de su clase. Y para ello necesitaba un programa y una férrea disciplina: por ello elaboraba horarios (levantarse a las 6.00; hacer deporte de 6.15 a 6.30; estudiar electricidad...) y resoluciones para modificar su comportamiento (no fumar ni mascar chicle, leer un libro útil por semana, etcétera). Francis Scott Fitzgerald (1896-1940), el autor de esa portentosa novela, había nacido en una familia de clase alta, pero también elaboraba listas para “mejorar”. Al final de su vida, cuando se unió sentimentalmente a la entonces ya muy conocida periodista Sheilah Graham, Scott Fitzgerald encontró la ocasión de poner en práctica su afición por las listas de objetivos con su amante, cuya cultura general dejaba mucho que desear. Graham, como Gatsby, no había nacido precisamente entre los favorecidos, sino en una de las zonas más pobres del East End londinense. Escapó a Estados Unidos y allí fue haciéndose un nombre en el periodismo, aunque siempre se resintió de sus carencias educativas, que su relación con Scott —a quien conoció en Hollywood— iba a transformar. Elba ha publicado un delicioso librito, Lecciones de un Pigmalión, en el que Graham da cuenta de aquella educación a la carta ("una universidad para una única alumna") a la que la periodista se sometió con ahínco durante dos largos años y que sólo interrumpió la prematura muerte del escritor. Scott era el profesor de todas las asignaturas —mayoritariamente humanidades—, y en este libro su alumna nos ha dejado un estupendo retrato insólito del personaje y, lo que es más importante, de sus gustos y preferencias literarias. Y, oblicuamente, una tierna historia de amor entre maestro y discípula.

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