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DIOSES Y MONSTRUOS
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Iñárritu mantiene el brillo, pero ya no hace latir

El director mexicano estrena 'Birdman', de nuevo sin la colaboración de Guillermo Arriaga

Carlos Boyero
Michael Keaton en una escena de 'Birdman', de Alejandro González Iñárritu.
Michael Keaton en una escena de 'Birdman', de Alejandro González Iñárritu.

El cine mexicano tuvo la suerte de que un director aragonés, tan identificable como genial, llamado Luis Buñuel encontrara asilo para su carrera en esa tierra. En una industria pobre, con escasos medios técnicos, rodajes rápidos e intérpretes entre los que no abundaba precisamente el virtuosismo, Buñuel se las ingenió para expresar su fascinante, complejo, surrealista, transgresor, onírico, carnal e inimitable mundo en un puñado de obras maestras. Es el Buñuel que más amo, junto al de sus películas españolas Viridiana y Tristana. También recuerdo con cierto interés alguna película de Luis Alcoriza y del exótico y racial el Indio Fernández. Después llegó el identificable arte de Arturo Ripstein, su obsesiva vocación por la sordidez y los personajes al límite, un cine que puede apasionarte o hacer que lo detestes, pero al que es difícil ignorar. Y, por supuesto, está la obra de un actor cómico que se convirtió en un género, que gozó del amor masivo e incondicional del gran público, un tal Mario Moreno, alias Cantinflas.Y ahí se acaba mi conocimiento del cine mexicano. Tal vez existan joyas desconocidas de esa cinematografía, pero en cualquier caso nunca se estrenaron en España.

No habiendo sido prolijo en directores deslumbrantes y exportables el cine mexicano, resulta muy curioso que en la actualidad Hollywood, su infinito poderío económico y sus estrellas ofrezcan trato de privilegio al contrastado y heterodoxo talento de tres directores mexicanos, como son Alejandro González Iñárritu, Alfonso Cuarón y Guillermo del Toro. De acuerdo en que el cine estadounidense ha tentado desde sus ancestros a los creadores de cualquier lugar del mundo y que bastantes de ellos realizaron sus mejores películas en Hollywood, pero hasta hace poco tiempo jamás habían reinado allí directores mexicanos. Y se supone que el éxito de este triunvirato de compatriotas, aunque el cine que hace cada uno de ellos sea autónomo y no tenga relación estética ni argumental, va a ser largo y perdurable.

La primera vez que oí hablar del cine de Iñárritu fue en el Festival de Cannes del año 2000. La gente que había visto Amores perros en una sección paralela babeaba ante el descubrimiento de un autor excepcional. Pero esos hallazgos de nuevos genios se prodigan en todos los festivales y demasiadas veces esa afirmación está en desacuerdo absoluto con la realidad. El fulgor y el culto que se prodiga a algunos directores noveles y repentinamente imprescindibles puede ser flor de un día, su esplendor empieza y termina en la exhibición en esos prestigiosos certámenes. O sea, que mi mosqueo inicial no obedece a la ceguera sino a la dura experiencia. Pero cuando los entusiasmados rumores que propagan los pioneros tienen solidez y aparece un director con una historia potente que contar y en posesión de un lenguaje capaz de hipnotizar a espectadores y sensibilidades muy variadas, el descubrimiento es algo gozoso.

No puedo evitar la añoranza de las impagables sensaciones que me provocó el cine de este hombre

Amores perros partía de un guion que narraba paralelamente varias historias, con una estructura que ofrece riesgos graves si no existe armonía, que puede convertirse en un lío que acaba en frustración e incomprensión para el espectador. Firmaba ese guion Guillermo Arriaga y el director era Alejandro González Iñárritu. Alternando la envenenada relación a causa de muchas cosas, pero sobre todo del amor hacia la misma mujer, de dos hermanos volcánicos metidos en negocios chungos, la tenebrosa y cínica cotidianidad de un antiguo revolucionario convertido en asesino a sueldo y la progresiva tragedia de una enamorada pareja con la que se ensaña la fatalidad, Iñárritu conseguía una película emocionante y tensa, luminosa y sombría, aterradora y lírica. Hablaba con imágenes potentes del deseo y la culpa, la pérdida y el destino, la violencia y el rencor, la codicia y la venganza, el desconsuelo y la redención.

La modélica colaboración entre Arriaga e Iñárritu se prolongó en dos películas más. Hollywood también quedó deslumbrado por el talento y la originalidad que desprendía Amores perros. En la angustiosa y terrible 21 gramos, la crema de la interpretación en el cine norteamericano, actores y actrices como Sean Penn, Naomi Watts, Benicio del Toro y Melissa Leo se ponían a las órdenes de Iñárritu para dar vida a gente rota por dentro y por fuera, por la muerte de los seres queridos, un corazón implantado que amenaza con estallar, o la necesidad de expiar el justificado tormento por haber sembrado la tragedia en el prójimo. Y ese universo de gente en distintos escenarios del mundo con la que la vida se ha ensañado, por circunstancias tan crueles como inesperadas, intentando sobrevivir al desastre, vuelve a retratarse en la desgarrada Babel. El espectador ya está familiarizado con las temáticas, el estilo visual, la forma narrativa, los personajes y los sentimientos que caracterizan a dos creadores auténticos que hablan con arte de los giros de la vida y de la cercanía de la muerte. Su trilogía es memorable.

Vanessa Bauche y Gael García Bernal, en 'Amores perros'.
Vanessa Bauche y Gael García Bernal, en 'Amores perros'.

Ignoro si fue el cansancio, el desgaste, la necesidad de independizarse del otro o el enfrentamiento de dos egos notables lo que causó la separación profesional entre Iñárritu y Arriaga, pero tengo la sensación de que se quebró algo que había funcionado admirablemente. De Biutiful me carga casi todo, su forzada trascendencia y su irritante intensidad emocional. Lo único que recuerdo con admiración es la interpretación de Javier Bardem, encarnando a ese buscavidas letalmente enfermo que intenta proteger a sus hijos.

Y sigo echando en falta a Arriaga en Birdman, la última película de Iñárritu. Me intriga y me gusta durante una parte notable de su metraje, con la virtuosa cámara de Iñárritu recorriendo un teatro de Broadway en el que un actor que consiguió popularidad y fortuna en el pasado encarnando a un héroe del cómic pretende alcanzar el prestigio artístico interpretando una obra de Raymond Carver, aquel escritor magnético y desolador que se preguntaba: ¿de qué hablamos cuando hablamos de amor? Y durante un tiempo me divierten y me desasosiegan los esfuerzos de este hombre por lograr su sueño y también con ponerse de acuerdo con su vida y con la gente que perdió en el camino, su comprensiva y antigua mujer, su devastada hija, su mujer actual, sus colegas. Pero llega un momento en que su espíritu comienza a volar por el cielo de Nueva York, aparece la densidad filosófica que tanto atrae al Iñárritu guionista, y ahí me pierdo ligeramente. Hay cosas muy atractivas en Birdman, pero no puedo evitar la añoranza de las impagables sensaciones que me provocó anteriormente el cine de este hombre.

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