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Elvis Presley, santo y pecador

La leyenda del Rey sigue ocupando un lugar prominente en la cultura global

Diego A. Manrique
Elvis Presley.
Elvis Presley.© RCA

Memphis, 16 de agosto de 1977. A pesar de los tres combinados de medicamentos que —como cada noche— ha ingerido, Elvis Presley no puede dormir. Comparte su cama de Graceland con Ginger Alden, su última novia, y no quiere molestarla. Se va al lavabo para leer La búsqueda científica de la cara de Jesucristo, un tomo de Frank O. Adams sobre la sábana de Turín.

Cuando Ginger se despierta, se inquieta: convendría que Elvis descansara ya que tiene que volar rumbo a la primera fecha de su gira. Entra en el cuarto de baño y Elvis yace en el suelo enmoquetado. Ya está frío, y los esfuerzos para reanimarle resultan inútiles. Caso raro entre los titanes del rock: muere con un libro en las manos.

Será precisamente en los libros donde se desarrolle la batalla por el alma de Elvis, nacido el 8 de enero de 1935, hace ahora 80 años. Requiere un serio esfuerzo imaginarlo, pero Presley vivió sus 22 años de estrellato en una discreta oscuridad. Es un artista que se manifiesta mediante discos, películas y —de forma regular, a partir de 1969— actuaciones. Pero, esencialmente, no se sabe ni lo que piensa ni cómo vive. No concede entrevistas confesionales como las de John Lennon para la revista Rolling Stone. No se manifiesta explícitamente sobre los conflictos que desgarran a su país.

Tardaremos años en conocer los detalles de historias tan extraordinarias como su visita, sin anunciar, a Richard Nixon en la Casa Blanca, donde se ofrece como agente secreto para combatir la subversión de los Beatles y otras luminarias de la contracultura. Sí es cierto que, unos días antes de su muerte, ya se ha publicado Elvis, What Happened?, crónica de la extravagante vida privada del Rey, firmada por tres antiguos miembros de su séquito, la llamada Memphis Mafia. En las décadas posteriores, prácticamente todas las personas que le trataron escribirán su libro: parientes, músicos, cocineras, ligues y hasta su peluquero californiano, Larry Geller, el hombre que le introduce en el esoterismo: el Antiguo Egipto, los sabios tibetanos, la teosofía, los apócrifos, los maestros de la India, la numerología, los rosacruces.

La muerte de Elvis alcanza dimensiones de tragedia global. Anteriormente, los decesos de famosos de la farándula se quedaban en las secciones de Sucesos, Obituarios o Espectáculos: con Elvis, saltan a la primera página de los periódicos, a la cabecera de los telediarios (proporciona un modelo de respuesta para el asesinato de John Lennon en 1980, aunque —bonita paradoja— ambos se detestaban). Es cuestión generacional: en 1977, los medios de comunicación están llenos de baby boomers. Admiradores y detractores, todos han crecido a la sombra de Elvis, discutiendo sobre el hombre y sus misterios. De alguna manera, coinciden en que se trata de una noticia que supera lo musical: consciente o inconscientemente, Presley ha transformado el panorama cultural, racial y moral de Estados Unidos.

Su caída puede ser interpretada en clave religiosa: el pecador en busca de redención, el cordero del sacrificio

La presencia de Elvis es tan monumental que hasta puede pasar inadvertida en su propio país: en el extranjero, donde nunca le han visto cantar, se entiende mejor su excepcionalidad. Son seguidores daneses los que comienzan, en 1975, a establecer su discografía y los detalles de sus sesiones de grabación; uno de ellos, Ernst Jorgensen, se convertirá en el archivero mayor del mundo de Elvis, responsable de preparar sucesivas cajas que le rehabilitan musicalmente, tras décadas de lanzamientos torpes por parte de RCA.

Hasta esa infausta noche de 1977, la mayor parte de los libros sobre Elvis pertenece a la categoría de literatura para fans. Una excepción es la voluntariosa biografía de Jerry Hopkins, publicada por vez primera en 1971 (con dedicatoria ¡para Jim Morrison!). En el campo de lo que ahora llamaríamos estudios culturales, urge destacar ‘Presleíada’, ensayo incluido en Mystery train. Imágenes de América en la música de rock & roll (última edición española en Contraediciones, 2013), de Greil Marcus. Son críticos de rock enfrentados al dilema de explicar a Elvis desde una sensibilidad generacional que el propio artista ni reconocería ni comprendería.

Ni Hopkins ni Marcus imaginan que, tras la muerte, el culto de Elvis Presley le transformará en una especie de santo de nuevo cuño, canonizado por voluntad popular; aunque Greil sí estudiará más adelante esta obsesión colectiva y, específicamente, los rastros del cantante en la odisea política de Bill Clinton, otro sureño de sangre caliente.

Millones de estadounidenses se reconocen en la pasmosa ascensión del cantante. De todas sus posibles lecturas, prefieren la que potencia el sueño americano. El mito de Estados Unidos como tierra de las oportunidades: un muchacho pobre y sin educación, hijo de un presidiario, que se construye un personaje rutilante; un paleto nada intimidado a la hora de tratar con presidentes y figuras de Hollywood. Su caída puede ser interpretada en clave religiosa: el pecador en busca de redención, el cordero del sacrificio, el mártir que nos previene contra nuestros peores impulsos.

Una herencia controlada

Con más de 2.000 títulos contabilizados, la bibliografía de Elvis es como una farmacia del siglo XIX: se confunden los remedios probados con los medicamentos engañabobos y los productos verdaderamente tóxicos.

No existe nada parecido en la abundante producción audiovisual alrededor de Elvis. El control de las grabaciones y los derechos editoriales de muchas de las canciones, reforzado por medidas legislativas concebidas para evitar que lo esencial de su discografía pase al dominio público, han permitido que los herederos impidan los retratos poco favorecedores en cine y televisión.

Elvis es big business. Gana ahora más dinero que cuando estaba vivo y sufría las exacciones del Coronel Parker —que se llevaba el 50% de los ingresos— y sus opciones cortoplacistas. Su carrera póstuma es hoy responsabilidad del gigante Core Media Group, que en 2005 adquirió el 85% de Elvis Presley Enterprises a la hija, Lisa Marie. Eso incluye la explotación de Graceland; sin embargo, la mansión y todo lo que contiene todavía pertenecen a los Presley.

Esta grey debe enfrentarse enseguida con un hereje, neoyorquino y encima judío. En 1981, llega Elvis, de Albert Goldman, una ofensiva en todos los frentes. Goldman desprecia el talento musical de Presley, al que considera un simple imitador de los artistas negros; le retrata como una criatura de psique frágil y sexualidad compleja que sencillamente enloquece con la fama. Por si no fuera bastante, arremete contra lo que Elvis encarna, como representante del proletariado blanco del Sur rural.

Con todo, Goldman ofrece un purgante contra los excesos hagiográficos del universo de Elvis. Descubre, además, la falsedad esencial del Coronel Tom Parker, para siempre paradigma del manager funesto: toma una serie de decisiones miopes que están a punto de hundir la trayectoria musical y las finanzas de su protegido. Goldman avisa que muchas de esas monumentales meteduras de pata (las películas infames, la negativa a actuar fuera de Estados Unidos, el malvender los futuros royalties por una cantidad fija) podrían responder a la falta de escrúpulos del Coronel, su ludopatía y su pequeño secreto: nacido en Holanda, de verdadero nombre Andreas Cornelius van Kuijk, es un inmigrante ilegal que no se nacionaliza en Estados Unidos, quizás para esquivar los impuestos.

El libro de Goldman, que luego publicará otro texto complementario, Elvis: The Last 24 Hours, es atacado incluso en los puntos de venta: se reportan numerosos casos de ejemplares manchados o desgarrados. En verdad, el mejor contraataque es la magna biografía de Peter Guralnick, dividida en dos tomos, Último tren a Memphis y Amores que matan (aunque publicado inicialmente por Celeste, se puede encontrar en librerías españolas en la edición de Global Rhythm).

Guralnick contextualiza a Elvis en los Estados Unidos que le tocó vivir y analiza rigurosamente tanto la vida privada como el proceso creativo. Detecta también una inseguridad subyacente en Elvis, una percepción de sus propias carencias. Esa infelicidad ha alimentado una plétora de teorías disparatadas, que implican al FBI o la Mafia e insisten en que escenificó su muerte para escapar y disfrutar de una existencia anónima.

Abundan los libros que parten de esa entelequia. Gail Brewer-Giorgio comenzó con una novela sobre un tal Orión, una superestrella que finge su muerte. Posteriormente, cuenta, es contactada telefónicamente por alguien que habla exactamente como Elvis. Uno de sus libros, ¿Está vivo Elvis?, fue editado en España (Plaza & Janés, 1988) con una casete que supuestamente contiene la voz de Presley en la clandestinidad. Una periodista de origen cubano, Belkis Cuza-Malé, ha publicado La tumba sin sosiego, donde explica que Elvis actualmente se hace llamar Jon Burrows y vive en Fort Worth (Texas).

Una obsesión tan persistente que Nik Cohn, el británico autor de Fiebre del sábado noche, lleva a su inevitable conclusión. En un relato publicado en junio de 2007 en The Observer, Cohn localiza al antiguo ídolo en un pantano de Luisiana: Elvis tiene 72 años… y un incurable cáncer de próstata. Sigue a continuación lo que, a pesar de que estemos en el territorio de la ficción, es seguramente la mejor entrevista concedida por Elvis.

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