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El ‘boogie-woogie’ sobre una duna

La exposición 'El arte de nuestro tiempo', en el Museo Guggenheim de Bilbao, será recordada por un cuadro de Piet Mondrian poseedor de una extrañeza fuera de lo común

'Verano, duna en Zelanda' (1910), de Piet Mondrian.
'Verano, duna en Zelanda' (1910), de Piet Mondrian.

La exposición El arte de nuestro tiempo, que celebra los 20 años de colaboración entre el Museo Solomon R. Guggenheim de Nueva York y su sede vasca, será recordada por un cuadro de una extrañeza fuera de lo común, que aparece como una anomalía entre las decenas de obras seleccionadas como si fueran tarjetas de Navidad. Su autor es Piet Mondrian y frente a él probablemente se congregan más turistas que en el resto de las salas, y eso que estamos ante una de esas muestras populares, un blockbuster que reúne parte de los fondos de la colección americana, con medio centenar de pinturas de las vanguardias artísticas europeas, a las que se suman otras de los grandes consolidadores no sólo del expresionismo, también del pop art, el arte minimal y posminimal, instalaciones (Mona Hatoum, Julie Mehretu, Christian Boltanski), mucho arte asiático (Lee Bul, Ok-Joong Kang, Ai Weiwei), sin olvidar la creación vasca (Chillida, Oteiza, Cristina Iglesias, Darío Villalba, Txomin Badiola) y hasta una de esas ciudades del inexpugnable Miquel Navarro en su línea de trivialidad e insipidez.

La naturaleza es un asunto condenadamente desagradable Mondrian en 1915

Pero, decíamos, la obra Verano, duna en Zelanda (1910), colocada entre kandinskys, klees, picassos, mirós braques, es de una densidad maravillosa y adquiere una singularidad que contradice la intención del artista holandés de pintar siempre con colores puros y la misma severidad geométrica. Por aquellos años, Mondrian había adoptado la costumbre de visitar la ciudad balneario de Domburgo, en la isla de Walcheren, a orillas del Mar del Norte. Allí se dedicó a pintar paisajes y a frecuentar los círculos teosóficos y simbolistas antes de sentar las bases del constructivismo holandés. La tela que muestra el Guggenheim Bilbao sería una de las últimas que realizó antes de declarar que le horrorizaba la naturaleza. "La naturaleza es, en definitiva, un asunto condenadamente desagradable, casi no lo aguanto", escribió a un amigo en 1915. En su estudio parisiense, Mondrian tenía un único motivo vegetal, un tulipán artificial que había pintado totalmente de blanco. Por contraste, admiraba los conjuntos de bailarines negros que actuaban en la capital francesa y era un incondicional de la estrella del music hall Josephine Baker.

Piet Mondrian (1872-1944) es conocido sobre todo por sus telas ascéticas, de simples oposiciones de líneas horizontales y verticales. En Broadway Boogie-Woogie (1943, propiedad del MOMA), considerada su obra maestra, eliminó las líneas negras que durante muchos años constituyeron el sello de su pintura para concentrarse en los colores que simbolizan la ciudad frenética. Curiosamente, el cromatismo de los coches y los neones de Nueva York, adonde el artista se trasladó en 1940 para escapar de las bombas, es también el de las playas donde pasó su juventud, una opaca luminiscencia que funde el mar y el sol sobre las dunas de Zelanda. Aquella retórica natural que el pintor quiso dejar atrás —paisajes ordenados con toques puntillistas cuyos correlatos objetivos eran una abominación para sus ojos— habría irrumpido de nuevo en su obra final, en un intento, quizás, de alcanzar lo real absoluto. Una vez logrado, no haría falta más arte. Pero el arte sigue. Y para los que hayan renunciado a él, siempre les quedará otro cantero de la pintura, Kazimir Malévich.

El arte de nuestro tiempo. Obras maestras de las colecciones Guggenheim. Guggenheim Bilbao. Abandoibarra, s/n. Hasta el 25 de enero de 2015.

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