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La diplomacia del ballet

Durante el castrismo, bailarines y coreógrafos han sido perseguidos o condenados al ostracismo

Rosario Suárez, en el papel del Cisne negro, durante su actuación con el Ballet Nacional de Cuba, en 1990.
Rosario Suárez, en el papel del Cisne negro, durante su actuación con el Ballet Nacional de Cuba, en 1990.

El primer ensayo serio y documentado de lo anunciado el pasado día 17 sobre el futuro de las relaciones entre Cuba y Estados Unidos tuvo su prólogo en el ámbito del ballet hace cuatro años y de la misma manera, al calco, que lo tuvo el inocente juego de pimpón como preámbulo al establecimiento de relaciones entre China y EE UU. Entonces corrían los años sesenta del siglo pasado, y la guerra fría estaba en su mejor temperatura (hacia abajo). La autorización para la visita oficial a la República Popular China de un equipo de jugadores norteamericanos, con bandera, puso los mimbres para que después llegara Henry Kissinger. El resto es historia. Ahora raquetas y pelotas han sido sustituidas por zapatillas y tutús. Parece que el primero en viajar a La Habana será John Kerry.

Con el ballet no ha habido embargo que valga. Aisladamente, multitud de bailarines norteamericanos visitaron La Habana (especialmente notoria la llegada de Cynthia Gregory y Ted Kivitt, estrellas principales del American Ballet Theatre [ABT] de Nueva York [ABT] a mediados de los setenta). En aquella época, también el Ballet Nacional de Cuba con Alicia Alonso al frente sorteó los obstáculos burocráticos y se presentó en el Metropolitan de Nueva York. La artífice fue una mujer de grandes contactos en Washington: Jane Herman, entonces directora ejecutiva de ABT.

No hay que olvidar que la emigración artística en el campo del ballet más importante después de la provocada por la Revolución de Octubre en Rusia a partir de 1917 (y que duró sin tregua, estalinismo mediante, hasta la caída del muro de Berlín) es la de los bailarines cubanos, buscando libertad y su futuro profesional, todo a la vez

Pero lo que pasó hace cuatro años en el Festival de Ballet de La Habana es diferente. Por primera vez el ABT, con una veintena larga de sus artistas, viajaba oficialmente a Cuba; entre sus integrantes y como primera figura, una cubana emigrante: Xiomara Reyes, la única tras Alonso en los años cuarenta que ha llegado a ese rango en la que puede entenderse como compañía titular norteamericana. No hay en Estados Unidos un ballet nacional, y de facto, ejerce como tal el ABT, que está fuertemente subvencionado por el National Endowment of the Arts. Para que esa visita fuera posible, hubo diversos tira y afloja, largas reuniones en Washington y se necesitó la autorización expresa de Hillary Clinton, entonces flamante secretaria de Estado de la primera Administración de Barak Obama. El ensayo fue satisfactorio. En el estrecho y particular pero glamuroso mundo del ballet se había podido practicar lo que ahora cobra forma de acontecimiento histórico y global. De esta manera, lo que empezó con el ballet se convierte en una mullida alfombra, no se sabe si roja o azul, para Hillary Clinton o cualquier otro candidato al Despacho Oval tras Obama. No deja de ser tan significativo como paradójico si tenemos en cuenta el calvario migratorio y moral que han pasado muchos bailarines cubanos.

No hay que olvidar que la emigración artística en el campo del ballet más importante después de la provocada por la Revolución de Octubre en Rusia a partir de 1917 (y que duró sin tregua, estalinismo mediante, hasta la caída del muro de Berlín) es la de los bailarines cubanos, buscando libertad y su futuro profesional, todo a la vez.

Los bailarines cubanos, hoy presentes en todo el orbe, que han huido en aeropuertos, atravesado fronteras en el maletero de un coche o saltado por la ventana en un hotel, son cientos, carreras que algunas fructificaron y otras se quedaron en la cuneta de la historia. No hay ninguna otra manifestación artística que se la pueda comparar en este avatar, sin quitar mérito o lugar a escritores, poetas, pintores y músicos. En casi seis décadas, la crueldad de la dictadura castrista se hizo evidente en muchos casos, e incluso, su largo brazo vengativo. Uno de los casos más notorios fue el de la primera bailarina habanera Rosario Suárez, figura principal de su generación y sin duda la bailarina cubana más famosa después Alicia Alonso, que escapó en Madrid durante una gira y a la que en España se le negó repetidamente el asilo político por las presiones ejercidas desde La Habana. Toda esta historia, en justicia, está por escribir.

Lo cierto es que hay demasiado dolor, demasiadas muertes, demasiada sombra en ese bravío oleaje del estrecho de La Florida que se ha tragado en medio siglo a innumerables cubanos que trataban de llegar no a la sociedad de consumo, sino a la libertad. Con un intercambio de espías y con unas escenas de ballet no se puede hacer borrón y cuenta nueva. No es justo.

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