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Columna
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Aquellos vaqueros contraculturales

El crítico analiza las influencias del 'country' en otro de tipo de músicas

Diego A. Manrique
Portada del primer disco 'Truckers, kickers, cowboy angels' del sello Bear Family.
Portada del primer disco 'Truckers, kickers, cowboy angels' del sello Bear Family.

En el catecismo del melómano, nos repetían que Rock era la suma de Blues más Country. En realidad, la ecuación se expresaba así: rock & roll = rhythm and blues + country and western. Eso se contaba a mediados de los sesenta y nos quedábamos un tanto desconcertados. Resulta que no había mucho country en nuestra dieta: el único locutor español que lo pinchaba era Ángel Álvarez y normalmente prefería el sonido Nashville, el llamado countrypolitan,donde abundaban violines y coros; poco que ver con el rock, nos parecía.

Sin embargo, la formulación tenía sentido. Para nuestra desdicha, el rockabilly, la rama más nítidamente rural del rock & roll, apenas llegó aquí. Aunque Jerry Lee Lewis y Johnny Cash habían desertado al country, sus discos no se editaban en España. Quedaban Ricky Nelson y los Everly Brothers, pero lucían, bueno, demasiado guapitos para encarnar la masculinidad del cowboy.

Para nuestro pasmo, sí había country en los Beatles. Y no solo en los temas que cantaba Ringo Starr; en su guitarra, George Harrison reflejaba la escucha de Carl Perkins o Chet Atkins. Pero los Beatles eran omnívoros y su querencia por el country resultaba tan misteriosa como su devoción por los aires de music hall. Estaban en otra dimensión, todo les era permitido.

Nadie estaba preparado para lo siguiente: en la segunda mitad de los sesenta, tipos cool como Bob Dylan o The Byrds peregrinaron a Nashville para grabar. Confluían vectores como la mitificación de la vida rural o el rechazo de la psicodelia, en lo que fue un fenómeno muy californiano: músicos hirsutos que se aproximaban al country. Conocían las claves: simplicidad melódica, capacidad narrativa y tímbrica propia. Así, entre el arsenal del rock, apareció la steel guitar, un instrumento que lloraba. Solo que, tras pasar por el fuzz de Sneaky Pete Kleinow o Red Rhodes, podía sonar como un oso enfadado.

Un flirteo que fue a más y que está desarrollado en una nueva colección del sello Bear Family. Truckers, kickers, cowboy angels es el tipo de proyecto panorámico que ya no encaran las multinacionales. Siete volúmenes que cubrirán la evolución del country-rock desde 1966 a 1975, generalmente con discos dobles. Se supone que, siendo esta una historia genuinamente estadounidense, terminará en un triunfo apoteósico: la convergencia entre los rebeldes y el establishment de Nashville. Victoria vacía: los Eagles arrollan cuando dejan efectivamente de sonar country, mientras que los jóvenes vaqueros son seducidos por el rock más convencional.

Hoy suenan luminosas, pero las dos primeras entregas de la serie también retratan las suspicacias, el imposible vals entre el hirsuto hijo de la contracultura y la digna dama sureña. Está Drug store truck driving man, de The Byrds, escrita por Gram Parsons y Roger McGuinn en 1968, tras ser rechazados por un poderoso locutor country. En la letra, el hombre pertenece al Ku Klux Klan; le respetan ya que programa música hermosa pero “no entiendo que me deteste”.

Era una queja tramposa. EEUU estaba dividido por la guerra de Vietnam y el country reaccionaba con automatismos patrioteros. Además, los soñadores del country-rock podían ser más puristas que los mismos vaqueros cantarines. En su siguiente banda, los Flying Burrito Brothers, Gram Parsons resucitaba los empastes vocales y hasta el lenguaje apocalíptico de los Louvin Brothers, cristianos fundamentalistas que habrían podido cantar Sin city (1968), anatema contra Los Ángeles.

Truckers, kickers, cowboy angels, subtitulado The blissed out birth of country rock, cuenta una extraordinaria aventura estético-política y lo hace con minuciosas notas de Colin Escott, uno de esos benditos británicos que cruzaron el Atlántico para investigar músicas que los propios estadounidenses ignoraban. Están los grandes nombres que cabría desear —excepto los Beatles, ay— pero también abundantes esbozos que no despegaron. Y se pone interesante con la inclusión de legítimos cantantes country —¡Buck Owens!— que reaccionaron creativamente ante la invasión de los pelos largos.

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