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CIENCIA
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Uno de los grandes

El sabio de la humilde Petilla de Aragón iluminó la ciencia hispana como nadie en su país

Clase de anatomía de Santiago Ramón y Cajal (centro) en 1915.
Clase de anatomía de Santiago Ramón y Cajal (centro) en 1915. alfonso

Hace tiempo, escuché a un destacado miembro de lo que podríamos denominar "élite de la cultura española", decir que “una nación que, como España, había producido un Cervantes, un Lope, un Velázquez o un Goya, no podía mirar con envidia a ninguna otra”. Aunque la dignidad, incluso la "nacional", seguramente se debe evaluar en los más modestos parámetros de la cotidianidad de sus ciudadanos, pasados y presentes, entonces respondí que por mucho que debamos enorgullecernos y celebrar a antepasados como esos, yo sí sentía envidia de aquellas naciones o sociedades que podían presumir de haber contado con personajes de la talla de Euclides, Arquímedes, Ptolomeo, Kepler, Galileo, Descartes, Newton, Leibniz, Huygens, Euler, Lavoisier, Lyell, Darwin, Faraday, Maxwell, Pasteur, Poincaré, Einstein, Bohr, Heisenberg, Feynman y otros gigantes de la ciencia parecidos. Solo, añadí, nos redime Santiago Ramón y Cajal.

En efecto, Cajal, el sabio de la humilde Petilla de Aragón, iluminó la ciencia hispana como ningún otro compatriota suyo lo ha hecho, antes o después de él. Es, bajo cualquier vara de medir, uno de los grandes de la ciencia de todos los tiempos, de esos pocos cuyo nombre no podrán olvidar los libros de historia de la ciencia que se escriban en el futuro, aunque se trate de un futuro muy lejano. El único español en ese selecto y reducido grupo. Es imposible escribir la historia de las neurociencias sin incluir en un apartado muy destacado su nombre y obra, la teoría neuronal (identificó con claridad un tipo especial de célula, las neuronas, como la unidad discreta que transmite señales en el cerebro), tan vigente hoy como cuando, hace más de un siglo, hacia 1888, él la pergeñó.

Con ser grande por esto, por su ciencia, Cajal también lo fue por su humanidad: a pocos como a él se le puede aplicar tan bien aquello que escribió Terencio: "Hombre soy, nada de lo humano me es ajeno". Intensa y noblemente patriota, sintió como herida en carne propia los males —y asistió a muchos— de España. Y no le dolieron prendas de salir a la palestra pública, robando tiempo a sus investigaciones, como —es solo un ejemplo— cuando, después de la pérdida de Cuba, escribió (26 de octubre de 1898) un artículo en El Liberal en el que defendía ideas que aún hoy, ay, son vigentes: "Había", decía, "que transformar la enseñanza científica, literaria e industrial, no aumentando, como ahora está de moda el número de asignaturas, sino enseñando de verdad y prácticamente lo que tenemos. Bajo este aspecto habría que decir de nosotros cosas atroces. La media ciencia es, sin disputa, una de las causas más poderosas de nuestra ruina… Hay que crear ciencia original, en todos los órdenes del pensamiento: filosofía, matemáticas, química, biología, sociología, etcétera".

Léanse también sus memorias (Recuerdos de mi vida), uno de los mejores exponentes de este género literario que existen en nuestro idioma, para comprobar su humanidad, su compromiso social, que le llevó a aceptar cargas —para él lo eran— como la presidencia de la benemérita Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas, una institución pública fundada en 1907 que hizo mucho por mejorar el nivel de las ciencias de la naturaleza y sociales españolas.

Ve la luz ahora una amplia, aunque muy limitada en el número que debió de existir (que acaso exista todavía en rincones ocultos), selección de su correspondencia. Se cumple así una de las asignaturas pendientes que tiene España con su mejor científico (hay magníficas ediciones de las correspondencias de, por ejemplo, Newton, Lavoisier, Ampère, Lagrange, Oersted, Faraday, Maxwell, Pasteur, Einstein o Pauli), aunque todavía queda la de una edición completa y anotada de sus escritos, no las chapuzas que hasta ahora han proliferado. Con esta correspondencia se podrá comenzar a asumir una tarea que, por muchos que hayan sido los estudios que se han publicado de su biografía y obra, aún está por hacer: analizar, con detalle, no con afirmaciones generales, cómo sus trabajos influyeron en los de los, como diríamos hoy, neurocientíficos de su tiempo. A un científico de talla mundial como fue Cajal no se le debe, ni puede, estudiar de otra forma.

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