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CRÍTICA | St. vincent
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Hagiografía del viejo gruñón

Bill Murray que parece paladear con placer su consolidada condición de axioma de la nueva comedia melancólica

Bill Murray, en la película.
Bill Murray, en la película.

Melissa McCarthy y Naomi Watts se entregan al agradecido arte de romper con sus previas imágenes cinematográficas rodeando a un Bill Murray que parece paladear con placer su consolidada condición de axioma de la nueva comedia melancólica. La primera abandona su registro procaz y agresivo para explorar, por primera vez, la fragilidad, en la piel de una madre coraje en lucha por la custodia de su hijo. Watts, por su parte, emprende el siempre agradecido camino de la vulgarización, encarnando a una prostituta embarazada con acento europeo y perfiles white trash, mientras Murray logra extraer, nuevamente, oro de su aparente compromiso con una ley del mínimo esfuerzo que no es sino afinamiento de una verdad interpretativa que siempre ha estado ahí, mucho antes de que Sofia Coppola consolidara su condición de icono cool a través de Lost in translation (2003).

Ver a este trío en acción supone un auténtico placer, pero —alto ahí— St. Vincent, ópera prima de Theodore Melfi, supone también un considerable fastidio. ¿Puede un elenco en estado de gracia salvar a una película condicionada por una fórmula mil veces vista?

ST. VINCENT

Dirección: Theodore Melfi.

Intérpretes: Bill Murray, Naomi Watts, Melissa McCarthy, Jaeden Lieberher, Dario Barosso.

Género: comedia. EE UU, 2014.

Duración: 102 minutos.

St. Vincent responde al mismo planteamiento que la reciente —y olvidable— Así nos va de Rob Reiner. Sí, de nuevo es la historia del viejo gruñón que se humanizará / redimirá gracias a la cercanía de un infante puro de corazón. La película de Melfi tiene más carisma, pero esa virtud le llega sólo por una cuestión de reparto.

Quizá la mayor torpeza de la película sea, asimismo, uno de los posibles argumentos para su defensa in extremis: alumno en una escuela católica, el niño protagonista tiene que escribir una redacción postulando la posible santidad contemporánea de alguna persona de su entorno. Es fácil adivinar por dónde irán los tiros una vez accionada esa palanca, pero esa tosca obviedad tiene su interesante contrapartida: sin pretenderlo, la película delata hasta qué punto las mecánicas de redención de los manuales de guion están escritas al dictado de una cansina moral judeocristiana.

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