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Libros

La discreta ambición de la modestia

‘Un hombre flaco’ recrea la vida de una de los grandes de la pluma, Julio Ramón Ribeyro

El escritor, Julio Ramón Ribeyro, en París, en los años setenta.
El escritor, Julio Ramón Ribeyro, en París, en los años setenta.Baldomero Pestana

Julio Ramón Ribeyro tenía 44 años y pesaba 46 kilos. Le daba vergüenza su cuerpo, pero extrañaba nadar en el mar. No quería, sin embargo, que alguien lo viera en traje de baño, exhibir su cuerpo operado, lleno de cicatrices, “ese cuerpo que parecía haber sobrevivido al ataque de un león”, lo describió el escritor Guillermo Niño de Guzmán. Por eso inventó los “baños crepusculares”. Desde ese viaje de 1973, y en sus sucesivas visitas a Lima, los baños crepusculares se convirtieron en algo usual entre Ribeyro y sus sobrinos Juan Ramón, el hijo de Lucy, y Gonzalo, el hijo de Mercedes: iban a nadar al mar cuando el sol se estaba extinguiendo. Ribeyro se quitaba la camiseta, se metía al mar y nadaba con un estilo libre pausado. Era como un filamento, un fantasma que se alejaba mar adentro y regresaba a la orilla, exhausto y feliz.

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El 4 de mayo de 1984, el astrólogo Leonardo Dobrota publicó en el diario La República la carta astral de Julio Ramón Ribeyro, nacido el 31 de agosto de 1929, a las diecinueve horas, en Lima. Era Virgo. “Un signo discreto que ha producido tantos hombres de letras como pequeños negociantes, tanto tímidos amanuenses como astutos diplomáticos, tanto metódicos ahorristas como amantes infatigables”, escribió Dobrota. El texto continúa con una confluencia planetaria que trazaría, según el astrólogo, el destino literario del escritor: “Ribeyro es un excelente ejemplo del componente Virgo-Géminis, ya que, en la totalidad de su vasta obra, no se encuentra, ni por asomo, un solo triunfador social, ejemplo y paradigma para las generaciones futuras. Pero lo que sí pululan son personajes que se mueven fuera de lo que se considera la corriente central: fracasados, alcohólicos, saltimbanquis, locos, despistados originales, parias, en fin, todo el inmenso flujo de la penumbra de la vida que, para el autor, tiene mucho más sentido que la luz cruda de los reflectores”.

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Se imaginaba a Ribeyro como un hombre solitario y mustio, un perdedor, como el personaje de Almuerzo en el club o de Una aventura nocturna o de cualquiera de sus cuentos; un abstraído, como el protagonista de Silvio en el rosedal. “Una mañana que se afeitaba —se lee en el cuento— creyó notar el origen de su malestar: estaba envejeciendo en una casa baldía, solitario, sin haber hecho realmente nada, aparte de dudar”. ¿Qué tanto puede parecerse un hombre a su obra? Como en la fotografía de Herman Schwarz, Ribeyro pasaba horas en la terraza de su departamento de Barranco, donde fumaba, bebía, contemplaba el mar con un telescopio y, a veces, dibujaba con acuarela, en unas libretas francesas de tapa celeste, escenas que veía en el malecón, y a las que luego agregaba un epígrafe —en letra endemoniada— con un lapicero negro o un lápiz: “Amigo leyéndole el periódico a otro”, “Gringo pelucón enamorando a una nativa”, “Isla San Lorenzo al atardecer”, “Muchacha pensativa”. Salía de bares con sus amigos escritores, bastante más jóvenes que él, como Guillermo Niño de Guzmán, Fernando Ampuero y el poeta Antonio Cisneros. Había retornado al Perú convertido en una celebridad.

Desde 1973, la prensa le había seguido el rastro y elogiaba cada libro, cada aparición suya, cada entrevista que daba en París. “El triunfo no está para él en el éxito social —escribió el dramaturgo Hernando Cortés, en 1975—, tampoco en que su nombre se imprima en letras de molde persistentemente en diversos lugares de la tierra, no, el éxito está en su propia obra y en el papel en blanco que espera su próxima creación”. Ese mismo año, Ribeyro publicó Prosas apátridas en Tusquets, de Barcelona, un libro de apuntes que no encontraban lugar ni en sus cuentos ni en sus novelas. Eran apátridas por eso, “una de las más singulares piezas del pensamiento en voz alta sobre el hombre, su destino, sus circunstancias”, dijo el poeta y narrador peruano Augusto Tamayo Vargas. Esos recortes de prensa le seguían llegando a Francia. El periodista Luis Jochamowitz escribió en La Crónica, a inicios de 1976: “Ribeyro se ha convertido en uno de los momentos fundamentales de nuestra narrativa moderna”. Ese mismo año, Milla Batres publicó su tercera novela, Cambio de guardia, y poco después salieron dos volúmenes más de La palabra del mudo. “Toda la obra de Ribeyro —escribió el crítico literario Ricardo González Vigil— está signada por la discreta ambición de la modestia”. Cada cierto tiempo, Ribeyro visitaba Lima y era acosado por los periodistas, que convertían incluso su mudez en noticia. “Ribeyro llegó a Lima de vacaciones”. “Julio Ramón Ribeyro otra vez en Lima”. "En la madrugada del último sábado arribó a Lima, de riguroso incógnito, Julio Ramón Ribeyro. Procedente de París y cansado por el viaje que hizo en Air France, el autor de Los geniecillos dominicales no quiso dar ninguna seña de su arribo”. En alguna de sus visitas al Perú dijo que se sentía manipulado por sus editores, que lo obligaban a hablar para promocionar su obra. “Soy una especie de lobo estepario —dijo—. Esta es mi manera de vivir". 

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—Cuando Ribeyro murió hice un reportaje —me cuenta la periodista María Laura Hernández, sentada en un sofá blanco, el pelo rubio y lacio, los ojos claros, la mañana nublada: el invierno de Lima detrás de las ventanas.

Antes se llamaba María Laura Rey, tenía otro esposo y trabajaba en la televisión. Era algo famosa. Los amigos que frecuentó Ribeyro en Lima, en esos años finales, aseguran que María Laura y Julio Ramón fueron amantes antes de que él conociera a Anita Chávez.

—En ese reportaje está Ribeyro cantando un bolero —recuerda María Laura Hernández, la nariz en punta, muy guapa, un jean y unos zapatos marrones—. Uno de sus amigos me dijo “mira lo que tengo de Ribeyro”, y me dio un casete. Es Ribeyro cantando. Se olvida de la letra y se muere de risa. Es bonito, pero fue unos meses antes de morirse.

—¿Tienes esa grabación?

—Bueno, la puedo buscar.

La grabación es pésima, hay mucho ruido de fondo y el eco es tan estridente que parece que Ribeyro estuviera en una cueva y no en un karaoke. Casi no se escucha la música, sólo una voz grave y rasposa, voz de arena seca, una voz nasal que se come las erres y que no parece de este mundo.

"Sooooy prisionero del ritmo del maaaar,

de un deseo infinito de amaaaar, y de tu corazón".

Es un bolero viejo, de principios de los años cuarenta. Luego, Niño de Guzmán me dirá que Ribeyro, cuando iba a un karaoke —porque Ribeyro, en Lima, iba a karaokes—, pedía boleros de la vieja guardia cuya letra nadie sabía. Soy prisionero del ritmo del mar, por ejemplo. Y cantaba. Lo hacía muy mal, pero se divertía.

—Es que detrás de esa cosa que había en Ribeyro de parecer una persona muy melancólica, triste, un poco depresiva —me dice María Laura Hernández—, yo creo que más que eso lo que tenía es que era una persona desencantada, o que no se hacía ilusiones, pero al mismo tiempo era una persona con mucho entusiasmo por la vida. Es raro, ¿no? Se entendía con los jóvenes. Ribeyro era un joven por dentro.

"Veeeen mi cadena de amor a rompeeeer

a quitarme la pena de seeeer

prisionero del maaaar".

Un hombre flaco. Retrato de Julio Ramón Ribeyro. De Daniel Titinger y edición Leila Guerrieiro. Ha sido editado por Ediciones Universidad Diego Portales de Chile y estará en las libreraías a partir del 15 de diciembre.

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