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El largo adiós

'Cadáveres en la playa', última novela de Ramiro Pinilla, es un cierre “rodado” para una serie que no es un “divertimento”

Ramiro Pinilla, en su domicilio de Getxo (Vizcaya), en 2009.
Ramiro Pinilla, en su domicilio de Getxo (Vizcaya), en 2009.Luis Alberto García

Hay aún mucho presunto sabio que se acerca a Ramiro Pinilla con la misma burricie que a Eduardo Mendoza: distinguiendo ceja en alto entre su "obra seria" y sus "divertimentos de género", en vez de hacerlo, sin más, entre sus obras más o menos logradas. A ese tipo de lector con prejuicios, el recién desaparecido Pinilla le ha dejado una carga de profundidad en la página 17 de su última novela, Cadáveres en la playa, protagonizada como Sólo un muerto más y El cementerio vacío por un librero, Sancho, que bajo el seudónimo de Samuel Esparta deviene en pleno franquismo narrador, detective y personaje: "Es sorprendente la regularidad con la que hay que pedir Cien años de soledad —narra Esparta desde su librería de lance—, casi tantas como devocionarios. La vida no es como aparece en Cien años, la vida es como la cuentan Dashiell Hammett y Raymond Chandler. Me alegra que no vean lo mucho que vende García Márquez y lo poco que venden ellos. Para compensarles reinan en mi Sección Especial para gloria del género negro".

Hammettiano, por tanto, pero también cervantino —se llama Sancho y disfruta más del juego metaliterario que de un "cafecoleche con sopas"—, Samuel Esparta, el Sam Spade de Getxo, es una fecunda invención que, junto a su fiel ayudante Koldobike, el vizcaíno Pinilla derivó de un caso sin resolver de su obra magna, la multipremiada Verdes valles, colinas rojas. Convertida, como aquella, en trilogía, esta serie abortada a la fuerza por la muerte del autor se cierra ahora con un Esparta ya maduro, de 53 años, que en 1972 debe enfrentarse a un asesinato enterrado en la playa desde la Guerra Civil. La playa, la guerra y Getxo, de ese modo, se convierten en elementos tan inseparables de la serie como las gabardinas, los sombreros, las faldas de tubo y los teñidos rubios con los que Sancho y su dependienta se convierten, entre “sí, pues” y txikiteos, en el detective Sam y su fiel escudera. Hay, en consecuencia, mucho de lo ya habitual en los casos de Esparta: bromas librescas, guiños de procedimiento, homenajes encubiertos y toda la historia reciente de un territorio que el autor ha convertido en sueño eterno sin chantaje. La novedad, esta vez, es la proximidad de la democracia —"nuestro triunfo no traerá muertes, como el de Franco"—, y con ella la potencia del juego realidad-ficción, y junto a ambas un tercio final, con teatralización y carretilla para muertos incluidas, que en su aparente sencillez desborda lecturas, metáforas y reflexiones, algunas tragicómicas. Como las olas y la arena, como las confesiones de los sospechosos, como el "huic, huic" de esa carretilla que transporta el futuro desde otro tiempo, los hallazgos de Cadáveres en la playa hacen de la última novela de Pinilla el cierre rodado para una serie que, desde luego, es muchísimo más que un divertimento. Supone, de hecho, y volviendo a Chandler, el largo adiós de un autor en quien ya siempre podrá confiarse.

Cadáveres en la playa. Ramiro Pinilla. Tusquets. Barcelona, 2014. 248 páginas. 18,27 euros

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