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¿Esto es arte?

Hoy no existen reglas para juzgar una obra de arte, pero Félix Ovejero, en ‘El compromiso del creador’, propone una: tomar la seriedad del creador como punto de partida

El toro de Veragua, frente a 'El rapto de Europa' de Rubens, intervención de Miguel Ángel Blanco en el Prado.
El toro de Veragua, frente a 'El rapto de Europa' de Rubens, intervención de Miguel Ángel Blanco en el Prado.GORKA LEJARCEGI

Esta no es una crítica o una recensión, ni siquiera un comentario; pretende ser un diálogo. Félix Ovejero se pregunta por lo que se preguntan muchos —¿esto es arte?— y se escandaliza por lo que muchos se escandalizan: todo vale en arte, ¿cuál es el valor artístico, estético, de esas obras de tanto precio? Pregunta y escándalo están a la orden del día.

Las ideas que Ovejero expone, en buen número de páginas, son sencillas. Fundamentalmente dos: a diferencia de lo que sucedía “antes”, no existen criterios sobre qué sea arte, hasta el punto de que cualquier cosa puede serlo —una pintura de Velázquez o de Picasso, una pintura de Manet, un móvil de Calder, una estatua de Canova, o un “enlosado” de André, un hierro de Serra, objetos encontrados de Ferrant, por ejemplo— y, en consecuencia, tampoco existen criterios para valorar las obras (y como no existen criterios, los artistas, los creadores, pueden recurrir a todo tipo de subterfugios para medrar). Esta es la primera idea o el primer conjunto de ideas. La segunda es una respuesta y una propuesta: puesto que no existe certidumbre sobre el objeto —condición y valor—, vayamos al sujeto, los creadores, según una hipótesis igualmente sencilla: un sujeto virtuoso creará una obra buena; un sujeto deshonesto, una obra deshonesta.

El diálogo, sin ánimo gremial, puede establecerse a partir de ambas ideas. Vayamos sobre la primera. No tengo claro ni estoy seguro de que “cualquier cosa puede ser arte” o “todo vale en arte” produzca los efectos señalados por Ovejero. Ciertamente, ha “producido” tiburones en conserva, cuerpos demediados y cráneos con brillantes —objetos más propios de la feria, la taxidermia, la bisutería y la decoración por los que se han pagado grandes sumas y que se exponen como obras de arte—, pero también ha producido, por ejemplo, un descubrimiento de la naturaleza que tiene en algunos artistas próximos manifestaciones muy relevantes. Pienso en Adolfo Schlosser, Jorge Barbi, Miguel Ángel Blanco, Eva Lootz, Susana Solano… Pedir reglas cuando el arte moderno se ha fraguado en la crítica de las reglas que acartonaron el arte posiblemente esté fuera de lugar, o al menos parece necesario averiguar la razón por la que las reglas entraron en crisis y se llegó hasta el extremo de que “todo puede ser arte”.

En vez de insistir en el modelo ciencia para el arte, centrémonos en los textos que explican las obras en el curso de la historia

Propongo que en vez de insistir una y otra vez en el modelo ciencia para el arte, en la ejemplificación con los más escandalosos y disparatados fenómenos o en la atención muy parcial a algunas reflexiones estéticas (y la no menos parcial lectura de algunos románticos, con Schiller a la cabeza), nos centremos en aquellos textos que tratan de explicar el significado de las obras en el curso de la historia y no al margen de ella. No Duchamp y Beuys en abstracto, sino Duchamp y Beuys en su contexto histórico. Adelantaré que no es suficiente una visión tan parcial de la historia del arte moderno que la reduzca a los poetas malditos y los artistas decadentes, pues en el mismo momento y en el mismo lugar en que poetas malditos y artistas decadentes trabajaban (Baudelaire, Rimbaud, Moreau…, a los que Ovejero parece considerar origen de buena parte de los “desmanes” del arte moderno), trabajaban también otros que no lo eran (Thoré, Zola, Duranty, Manet, Courbet, Fantin…). Las razones que me mueven a este tipo de propuesta no son ni historicistas ni sociologistas, creo que los artistas trabajan dialogando unos con otros y con el pasado. Por otra parte, no estoy nada seguro de que artistas como Oscar Wilde no fueran en extremo honrados en la presentación de sus creaciones, y, desde luego, lo era Whistler, al que Ovejero califica en un par de ocasiones como “compinche” de aquél.

En un momento de sus circunloquios, Ovejero hace una cita de Lionel Trilling que puede ser punto de partida para cualquier diálogo: la novela, que nunca ha sido estética o moralmente una forma perfecta, “nos enseñó, como jamás otro género lo hizo, a entender la diversidad humana y el valor de esa diversidad”. Dice Ovejero que es “un programa que hubiese firmado el Aristóteles de la Poética” (página 245). Pues bien, llevémoslo a las artes plásticas, que parece la gran “bestia negra”. Será fructífero: si algo caracteriza a la evolución de las artes plásticas en los siglos XIX y XX es su apuesta por la diversidad, la de las propias artes y la de los motivos aludidos por ellas, frente a la uniformidad del arte dominado por reglas (académicas, religiosas o políticas). Naturalmente, se está hablando aquí de la libertad, un tema que para el arte y la literatura fue fundamental y que, en la medida de sus posibilidades, nos enseñaron a descubrir. Creo que la labor del crítico y el teórico, la del historiador también, es analizar las razones de ese desarrollo, su alcance, sus impedimentos y, si se quiere, sus “peligros”.

Malditos y decadentes, Rimbaud y Wilde entran en ese marco, lo mismo que naturalistas, impresionistas, simbolistas, prerrafaelitas, Courbet, Manet, Monet, Fantin-Latour, Renoir, Degas, Gauguin…, todos ellos constituyen, construyen, en el ámbito de las artes plásticas la diversidad de la que habla Trilling a propósito de la novela. Este sería un buen punto de partida para el diálogo. Ovejero parece asumirlo cuando habla de Martha Nussbaum (páginas 90 y 208) y, sobre todo, tras citar a Trilling, cuando escribe: “Lo que el arte nos muestra es la presencia de otros matices, de que, en realidad, estamos descubriendo, mediante la ficción, los recovecos de la vida y sus situaciones que sólo nuestros primitivos mecanismos de reacción emocionales habituales llegan a confundir” (página 248).

El segundo bloque de ideas también puede ser motivo de un diálogo profundo. Por lo pronto no cabe reducirlo al debate Sartre-Camus (con el aditamento de Merleau-Ponty), la trayectoria de Althusser o cualesquiera otro de los intelectuales franceses a la moda. Tampoco me parece buena idea afirmar la “fragilidad moral de los artistas” en razón de que la institución es frágil (página 37). Parecería que el compromiso del creador, que da título al libro, vacunaría de tanta fragilidad.

El compromiso, sobre el que Ovejero vuelve una y otra vez, tiene muchos protagonistas, cuya buena o mala fe no voy a juzgar. Me hubiese gustado que al hablar de este tema no hubiera insistido tanto en los franceses y hubiese hablado más de los españoles (lo que dice al respecto es en exceso escueto). Ovejero concluye en la página 424: “Si no tenemos modo seguro de justificar las obras, es buena cosa saber que sus autores se toman en serio lo que hacen, que han puesto lo mejor de sí mismos. Nos ayudará a saber qué podemos esperar y será una vía para comenzar a valorar la obra. La probidad no es condición suficiente, pero sí condición necesaria de la calidad de los resultados. No podemos esperar nada bueno de quien no se emplea con bondad”.

Confieso que no estoy en disposición de afirmar si Duchamp, Beuys, Morandi, Picasso, Bacon, Pollock, Klee, De Kooning, Depero, Jorn, Saura, Serra, Millares, Tàpies, Esteban Vicente, André, Miró, Ferrant, Tracey Emin… se toman o se han tomado “en serio” lo que hacen, si se han empleado “con bondad”. Solo tengo sus obras para presumir algo al respecto. Mi punto de partida es que sí se toman en serio, por eso intentaré analizar el significado de sus obras, las emociones que puedan (o no) producir, la intencionalidad que en ellas se expresa… También tendré en cuenta su situación histórica, la de, por ejemplo, los Benjamín Palencia, Rafael Zabaleta, Ángel Ferrant, Díaz Caneja, Mirón… en los años cuarenta de nuestro país.

En este eventual diálogo hay algo que me preocupa: ¿quién decide quién “se toma en serio” y quién no? He vivido en una época en que se expedían “certificados de seriedad” (política y artística; moral, también). No deseo volver a vivirla.

El compromiso del creador. Ética de la estética. Félix Ovejero Lucas. Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2014. 448 páginas. 24 euros.

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