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EL OBSERVADOR DISPERSO
Columna
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Mi padre y mi madre, esos desconocidos

La literatura se alimenta con frecuencia del universo familiar para levantar acta de la inmensa complicación de vivir

José Andrés Rojo
Edna Lavon Akin, la madre de Richard Ford.
Edna Lavon Akin, la madre de Richard Ford.

Cuando tenía nueve o siete años, una vecina le preguntó quién era. Vivían entonces en Jackson, Mississippi, y el muchacho contestó: Richard Ford. “Sí, claro. Tu madre es esa mujer guapa de pelo negro que vive un poco más arriba”, observó aquella señora, y el escritor estadounidense escribe: “Eso me afectó entonces y me afecta todavía hoy. Creo que fue la primera vez que tuve la idea de que mi madre era alguien más que mi madre, alguien a quien los demás veían y juzgaban: una mujer guapa, cosa que no era”. Lo habían sacado un instante de sí mismo y le habían permitido descubrir a otra mujer. “Pienso que, después de eso, nunca volví a pensar en ella de otra manera que como Edna Ford, una persona que era mi madre pero también alguien más”.

Es verdad que son demasiado próximos, padre y madre, están metidos tan dentro que resulta difícil tratarlos como extraños. Es como si fueran una prolongación de nosotros mismos. O mejor, nosotros somos esa prolongación, como una simple adherencia que en buena medida les pertenece. Hasta que un día se produce la ruptura o surge después de mucho tiempo una súbita curiosidad o se ve que tienen un peso en lo nuestro que no se imaginó hasta entonces. Nunca los tomamos en serio, estaban simplemente ahí, demasiado mezclados en nuestra historia como para observarlos con interés.

Primavera de 1923. J. R. Ackerley se dirige a París para encontrarse con sus padres que han viajado allí a visitar a su hermana, que trabaja como modelo en una casa de modas. Una tarde pasea con su padre por el Bois de Boulogne, y se sientan en un banco a ver pasar a la gente. El escritor británico apunta: “Si en aquel entonces hubiera sabido de él todo lo que llegué a saber después de su muerte y hubiera pensado en él tanto como he llegado después a pensar, ¡que conversación tan interesante podríamos haber tenido!”.

Pero no hablaron de nada especial, se tenían muy vistos, repitieron acaso los papeles que les habían tocado en su historia familiar y, por tanto, aquella tarde sólo se dedicaron “a observar un gran excremento de perro en medio del paseo en el que estábamos que él me acababa de señalar.”, cuenta Ackerley. “¿Qué persona de las que pasaban iba a ser la primera en pisarlo? Eso era lo que provocaba nuestra curiosidad, y de esa manera insensata, ya se tratara de excrementos de perro o de ‘historietas’ o de cualquier otra trivialidad , pasó toda nuestra vida en común sin que nos diéramos cuenta”.

Richard Ford explica al principio de Mi madre: “Los padres nos conectan —por encerrados que estemos en nuestras vidas— con algo que nosotros no somos pero ellos sí; una ajenidad, tal vez un misterio, que hace que, aun juntos, estemos solos”. Por eso en aquel breve libro se empeña en ir más lejos y se toma el trabajo de rascar en unos cuantos fragmentos, y tira de ahí para poder darse cuenta de que, efectivamente, su padre y su madre tuvieron otra vida, que existió otro mundo anterior, relaciones diferentes, viajes, lo que sea: esa ajenidad.

Así que lo primero que hizo Richard Ford fue irse hacia atrás y explorar lo que pasaba en el Sur en los años treinta: “una especie de torbellino que no ofrecía en realidad un sitio adonde ir”. El escritor nació en 1944 cuando su madre tenía 33 años y su padre, 39. Tuvieron por tanto tiempo de ser otros, y se acuerda de que su madre sólo hizo fugaces referencias a aquellos años (“demasiada bebida, desenfreno, desarraigo”) como si en aquel tiempo hubiera existido sobre todo “una cierta ligereza de espíritu, algo en lo que, aunque no se lo pudiera llamar maldad, era preferible que un hijo no pensara demasiado, algo por lo que no tuviera que preocuparse. En esencia había sido su tiempo, un tiempo para sus fines y no para los míos. Y había quedado atrás”.

J. R. Ackerley y su padre (a la izquierda).
J. R. Ackerley y su padre (a la izquierda).

También J. R. Ackerley se dedica en Mi Padre y yo todo el rato a husmear, preguntando, procurando saber quién diablos era su padre, qué fue lo que le pasó en ese tiempo anterior, en esa especie de pleistoceno donde los mayores aún son libres y tienen todas las posibilidades abiertas por delante y pueden equivocarse y no son todavía esos rostros severos y cariñosos que apuntan el camino por el que nos toca discurrir. La primera frase de Mi padre y yo ya establece desde el principio la medida del desafío de J. R. Ackerley: “Yo nací en 1896 y mis padres se casaron en 1919”. ¿Qué hicieron hasta entonces? ¿Cuál fue su historia?

En la nota introductoria de su fascinante exploración sobre el pasado de su padre y sobre su homosexualidad —ambos planos se van cruzando y es como si tuvieran en algún sitio una conexión profunda—, J. R. Ackerley reconoce que ha prescindido de seguir un orden cronológico y que decididó adoptar “el método de excavar aquí y allá (...) descubriendo en cada golpe de azada alguna cosa nueva bajo tierra”. Así que empieza por la juventud de su padre, las dos amistades íntimas que le facilitaron la vida, el encuentro con su primera mujer, el noviazgo con su madre, las dificultades con el primer hijo, su nacimiento, la relación con su hermana pequeña, el ocultamiento de la pareja y los críos. Seguramente el capítulo que te deja más turulato sea el que dedica a la guerra de 1914. “Cuando al fin salimos de las trincheras y nos lanzamos al ataque en plena luz del día, el aire estaba plagado de murmullos, zumbidos y plañidos que sonaban como enjambres de avispas y avispones, pero eran, naturalmente, balas”. Le tocó primero ir a él al frente. Su hermano, enfermo, sólo consiguió que lo alistaran después. Coincidieron en unas trincheras. Al hermano le encargaron una misión, lo hirieron, casi se queda ahí, pero consiguió sobrevivir a ese percance. No al siguiente: “El 7 de agosto de 1918, justo antes de que cesaran las hostilidades, estaba en la trinchera llenándose la pipa y, al volverse a saludar a un amigo, una granada lo decapitó”.

Cuando Richard Ford se refiere a la relación de sus padres comenta que no se planteaban grandes cosas: “Descubrieron, si no lo sabían ya, que habían firmado para todo el viaje”. Se instalaron en Jackson, el padre trabajaba vendiendo almidón para una compañía de las afueras de Texas, así que salía los lunes de casa y volvía los viernes. Aquello duró quince años. “Un hombre agradable, corpulento, cariñoso, que nos visitaba. Feliz de volver a casa. Feliz de marcharse”. El 20 de febrero de 1960, cuando Richard Ford tenía 16 años, su padre se levantó una mañana jadeando y murió unas horas después.

Es curioso que, a la hora de reconstruir las vidas de aquellos que han estado más cerca de nosotros, y de los que debería existir una multitud de pistas y de recuerdos y de viejas historias compartidas, al final no queden sino unos cuantos momentos. Richard Ford se acuerda sólo de un par de cosas, y de algunas broncas de sus padres. Una vez, por ejemplo, iban de viaje y pincharon en el puente de Greenville. Era pequeño y su madre debió asustarse tanto, o vaya usted a saber, que lo apretó tanto que casi lo asfixia. Cuenta también dos peleas. Sus padres estaban borrachos. Se acuerda de que la segunda fue peor, que se gritaron y forcejearon, pero que luego se les pasó. “Y después de un rato, recuerdo, estábamos todos otra vez en la cama, yo en el medio, y mi padre llorando. ‘Bua, bua, bua. Bua, bua, bua’. Éstos eran los sonidos que emitía, como si hubiera leído en algún sitio cómo se llora”.

Cuando J. R. Ackerley y su hermano eran adolescentes, un día de 1912 su padre decidió hablarles seriamente cuando estaban en la sala de billar de una de las casas que habitaron por aquella época. “Recuerdo que confesó haberse iniciado a una edad temprana en la práctica con respecto a la cual le parecía conveniente aconsejar moderación, y luego aprovechó la oportunidad para añadir (...) que en materia de sexo no había cosa que no hubiera hecho, experiencia que no hubiera tenido ni lío en el que no se hubiera metido y del que no hubiera salido, de modo que si alguna vez teníamos necesidad de ayuda o consejo no nos debería dar ninguna vergüenza acudir a él y podíamos siempre contar con su comprensión y solidaridad”. Conviene retener la observación que hace inmediatamente el escritor británico, que tanto abominó al terminar la guerra de la vida ordenada y regular de su padre y cuánto quiso que la suya fuera libre y sin ataduras, y terminó sin embargo trabajando en la BBC durante treinta años. Escribe: “De que sus palabras fueron magníficas y amistosas no me di cuenta hasta que fui mayor; el hecho de que nunca las tuviera en cuenta es precisamente la razón de este libro...”.

Así pueden ser las cosas con tu padre y con tu madre, que se pierde el tiempo de manera insensata, un día ves que uno llora como si estuviera aprendiendo a hacerlo con un manual, o te toca padecer algún discurso solemne, del que no vas a sacar ningún partido. Y sin embargo ahí, en la órbita familiar, se va cociendo a fuego lento tu carácter y tus maneras y tu forma de tratar con el mundo y con los demás. Freud convirtió la familia en el laboratorio de sus investigaciones, y hurgó hasta donde pudo en los ríos internos que ahí se desbocan y estallan y terminan por marcarte el rumbo. Quién sabe lo que queda de esas relaciones peligrosas, que parecen sin embargo tan rutinarias, y que resultan tan poco especiales hasta mucho después, cuando ya es irremediable cuanto ha ocurrido y no hay mecanismo alguno para restaurar lo que pasó. Richard Ford termina su libro comentando que en la vida de su madre no hubo “nada particularmente brillante, nada notable. Nada heroico. Ningún logro honorífico que ensanchara el corazón”. Luego, sin embargo, añade que lo ayudó a hacer viables sus “afectos más verdaderos”. “Y conocí con ella ese momento que todos querríamos conocer, el momento de decir: ‘Sí, las cosas son así’. Un acto de conocimiento, que confirma el amor. Conocí eso”.

Luis Landero, su hermana mayor y su abuela Francisca.
Luis Landero, su hermana mayor y su abuela Francisca.

J. R. Ackerley, por su parte, fue descubriendo cada vez episodios más inexplicables de la vida de su padre y hay un momento en que, desarmado, no tiene otro remedio que reconocer que fue “un misterio”. Buena parte de sus afanes los orienta a desvelar qué fue lo que realmente le pasó, qué hizo, en qué anduvo cuando era joven y también después. No tiene sentido recoger aquí los líos en que se metió. Cuando la madre de Ackerley muere, su hermana y él van abriendo todos sus cofres y baúles para saber también más de su vida y averiguar si hay ahí algo que arroje un poco más de luz sobre los asuntos del padre. No han encontrado nada y sólo les queda un maletín negro. “Lo primero que vieron mis ojos fue una página escrita a lápiz con la letra de mi madre: ‘Privado. Quémenlo sin leerlo’. ¡Al fin! Debajo había diversos paquetes atados con cinta. Estaban llenos de deshecho. No había nada más en el maletín”. Poco despues, J. R. Ackerley sentencia: “Se han hecho muchas preguntas, a pocas se les ha dado respuesta. Se han establecido algunos hechos, muchas otras cosas tal vez sean ficción, el resto es silencio. De mi padre, de mi madre, de mí mismo, no sé al final prácticamente nada”.

También Luis Landero se ha visto arrastrado en su último libro, El balcón en invierno, a tirar del hilo de los asuntos familiares y también asoman ahí su padre y su madre como dos de los personajes de mayor relieve en la trama de su vida. A veces se los ve de escorzo, lejanos y desdibujados; otras veces, pasan a primer plano y lo llenan todo. Landero va contando, a saltos y de manera fragmentaria, unos cuantos momentos que dan cuenta de su biografía, pero que son también retazos de la historia de España, y que hablan de ese salto vertiginoso que le tocó dar a un país que venía de las tenebrosas sombras de una larga dictadura y que se metió de pronto en la modernidad sin que diera tiempo a darse cuenta de lo que de verdad estaba pasando. Por eso uno de los grandes protagonistas del libro es el campo, la vida de una familia de labradores en Alburquerque, Extremadura ,y hay algunas largas relaciones que son un prodigio de precisión a la hora de construir un mundo. “Comíamos casi a diario garbanzos con repollo, tocino y morcilla, migas, y a veces bacalao con arroz, con patatas, con tomate, frijones, sopa de fideos con hormigas, sopa de tomate, sopa sorda de poleo, sopa de trapos, guisos de caza, ancas de rana, pan con aceitunas, pan con tomate, pan con quesadilla de cabra, pan con queso de oveja, queso de oveja con café negro portugués, aceitunas con troncho de col, buche, cachuelo, pestorejo, chanfaina, chorizo de oveja modorra, caldereta, peces de la rivera, perrunillas, bolluelas, rosquillas, dulces recios y nutritivos hechos en horno de leño, pepitas tostadas de melón”.

Una larga lista que resume un mundo. Ni tenían estudios en su familia y casi ninguno había visto el mar. Y de ahí saltaron a un piso en un edificio en el barrio de Prosperidad, Madrid, años sesenta. Emigraron del campo, llegaron a la ciudad, que todo lo promete y que va birlándolo todo. Fue el padre de Landero el que acusó de manera más rotunda el cambio. Para él, “éramos héroes épicos a los que el destino no les concede apenas la festividad de un descanso”. Inadaptado, con un desgarro remoto e incomprensible, aquel padre sólo infundía miedo cuando lo que quería era, seguramente, ser cariñoso, y facilitarles un futuro a aquellos hijos que había traído a un mundo tan hostil.

El día que el padre muere, a Landero le empieza una nueva vida. El libro salta de las ocupaciones a las que tuvo que dedicarse a su formación como escritor, con una época larga entregado a la guitarra. Todo el rato, la complicidad con su madre, con la que habla de todo y a la que no deja de preguntarle por el pasado. “Van quedando muy pocos de su generación, y pronto no habrá nadie a quien preguntar sobre aquellas vidas anónimas y humildes, y a punto de extinguirse del todo en la memoria colectiva”. Siempre quedan pocas cosas para reconstruir la vida de esos extraños que son los más próximos. El padre, la madre, las hermanas, el primo Paco, todos los que vivieron siempre allí, en el pueblo. Landero cuenta de las dificultades de tratar con su padre y escribe: “Sí, aquel hombre era demasiado padre para mí. O yo poco hijo para él”. Pero nada obedece a plan alguno, nada es permanente, y llega el día en que el hijo se acerca al lugar donde el padre se está muriendo. La escritura está seguramente para eso, para salvar algunos gestos de la demolición del olvido: “Yo no le había visto nunca aquella mirada”, apunta Luis Landero. “Era una mirada de miedo, indefensa, y sobre todo implorante. Me miraba implorando algo, quizá mi cuidado, mi cariño, mi protección”. Un poco más tarde se había marchado definitivamente.

Richard Ford. Mi madre. Traducción de Marco Aurelio Gambarini. Anagrama. Barcelona, 2010. 79 páginas. 12 euros.

J. R. Ackerley. Mi padre y yo. Presentación de Javier Marías. Traducción de Rafael Ruiz de la Cuesta. Anagrama. Barcelona, 2010. 245 páginas. 19,50 euros.

Luis Landero. El balcón en invierno. Tusquets. Barcelona, 2014. 245 páginas. 17 euros.

[Para quien pueda estar interesado, la Escuela de Periodismo de EL PAÍS propone el taller Escribe la historia de tu familia].

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Sobre la firma

José Andrés Rojo
Redactor jefe de Opinión. En 1992 empezó en Babelia, estuvo después al frente de Libros, luego pasó a Cultura. Ha publicado ‘Hotel Madrid’ (FCE, 1988), ‘Vicente Rojo. Retrato de un general republicano’ (Tusquets, 2006; Premio Comillas) y la novela ‘Camino a Trinidad’ (Pre-Textos, 2017). Llevó el blog ‘El rincón del distraído’ entre 2007 y 2014.

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