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Crónica y expiación

Muñoz Molina combina en ‘Como la sombra que se va’ un ejercicio de introspección, una narración de tintes casi policiacos, una teoría de la novela y una historia de amor y familia

J. Ernesto Ayala-Dip
El motel Lorraine de Memphis, en el que fue asesinado Martin Luther King, fotografiado por Elvira Lindo.
El motel Lorraine de Memphis, en el que fue asesinado Martin Luther King, fotografiado por Elvira Lindo.

El 4 de abril de 1968, cinco años más tarde del magnicidio de Dallas, el líder negro Martin Luther King cae abatido de un único disparo en la parte inferior de la cara. Su asesino se llamaba James Earl Ray. Un hombre del sur americano, blanco y ferozmente racista. Su huida le exige cambiar de identidad y de país. Aparece, como de la nada, a los pocos días de su cronometrado crimen en Lisboa. Solo estará unos días, hasta que sea atrapado en el aeropuerto de Londres. En 1987, un joven funcionario del Ayuntamiento de Granada hace un viaje relámpago a la capital portuguesa para terminar la novela que tiene entre manos, la novela que escribe en los ratos libres que le dejan su obligación laboral y familiar (mujer y dos hijos pequeños). La novela se titulará El invierno en Lisboa. Su autor se llama Antonio Muñoz Molina. Este son los dos soportes argumentales sobre los que se erige Como la sombra que se va, la nueva novela de Antonio Muñoz Molina.

La novela es un ejercicio múltiple de ficción: implacable autointrospección, exposición de la teoría sobre la novela que defiende Muñoz Molina, una especie de making of de El invierno en Lisboa, una historia de amor y otra de desamor sin explicitar, un acto de expiación respecto a las víctimas colaterales que la empecinada vocación deja por el camino, una crónica casi policiaca sobre uno de los tres asesinatos más determinantes que se cometieron en Estados Unidos durante la década de los sesenta. Para que todos estos niveles queden soldados de manera que el lector no tenga nunca la sensación de desequilibrio, ni de falta de unidad, el autor de Úbeda otorga las propiedades ventrílocuas con que suele dotar a sus voces narradoras. La voz que se narra a sí mismo, esa primera persona que designa al autor de El invierno en Lisboa como si fueran dos seres distintos, el del presente y el del pasado, pero arrastrando un mismo posible espejismo y un mismo sufrimiento vital, por momentos parece transformarse también en la conciencia oscura del asesino de Luther King. Como si nuestro autor volviera a las atmósferas asfixiantes y a aquella clínica descripción del mal que experimentó con deslumbrante eficacia en Plenilunio.

Sobre esta materia escribieron Don DeLillo y Norman Mailer con no más mérito que nuestro autor

La novela que leemos se pudo gestar entre el 2 de diciembre de 2012 y los primeros días de febrero de 2014 en un Nueva York nevado. El autor de El invierno en Lisboa vuelve a Lisboa a visitar a su hijo, el mismo que en 1987 tenía un mes de vida. Ahora es cuando recuerda la historia que leyó sobre James Earl Ray. Es el comienzo de la novela que leemos, y el comienzo del recuerdo doloroso del pasado privado y la recuperación casi arqueológica de la novela que lo salva, para su propia sorpresa, de la grisura provinciana en que transcurría su vida.

Voy a comentar algunas cuestiones que tienen que ver con la novela (que leemos) y con el género según lo entiende Muñoz Molina. La historia del asesino de Luther King, un tipo que disfruta leyendo novelas de James Bond y enciclopedias obsoletas, adquiere su sentido cabal si no se olvida la historia de las últimas horas de vida, que también se cuenta, de la víctima. Juntas, conforman la cara desoladora de la historia americana. Sobre esta materia escribieron Don DeLillo y Norman Mailer con no más mérito que nuestro autor, pero con igual afán indagatorio sobre algunos grandes misterios humanos (y políticos).

Para esta historia Muñoz Molina se vale de una ingente documentación, de la misma manera que Mailer usó el Informe Warren para construir su visión de Oswald. La ruina moral, la sordidez y la desdichada personalidad que dibujó nuestro autor en el psicópata de Plenilunio, la reencontramos casi intacta en el dibujo del asesino del líder negro.

Me interesan ahora, sobremanera, dos ideas en la novela: la del punto de vista en las novelas y la del porvenir de las historias que se cuentan, lo que ocurre con las vidas después del final de esos relatos que leemos. Primera idea: Muñoz Molina tardó siete años para encontrar la voz narradora de Beatus Ille (1986), su primera novela. Por ello no extraña que ahora haga mención de El gran Gatsby, uno de los grandes paradigmas del punto de vista. Dice Muñoz Molina: Gatsby era un héroe porque alguien como Nick Carraway lo miraba. Segunda idea: los relatos tienen un final, una exigencia cartesiana de orden. Una mujer o un hombre son un relato mientras los tenemos enfrente; en cuanto se alejan de nuestra existencia, esos relatos han finalizado, como si hubieran muerto para nosotros, pero sus vidas continúan y las nuestras también. Por ello tampoco extraña que cite al personaje más olvidado de la historia de la narrativa universal, Berta Bovary, la hija de los protagonistas que termina en la novela como obrera.

En Como la sombra que se va vuelve la rigurosa transparencia narrativa de su autor. Y el fraseo medido de la escritura para indagar entre las brumas. A la memoria, atrapada siempre luminosamente entre la verdad y la ficción, se le suma ahora la urgencia de una reparación crucial que no llega tarde. Algunos misterios de la vida se suman a ese misterio que es toda narración.

Como la sombra que se va. Antonio Muñoz Molina. Seix Barral. Barcelona, 2014. 536 páginas. 21,90 euros (digital: 10,99)

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