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Un mundo sin hombres

‘Territorio ideal’ descubre el universo de sutilezas del pintor José María Velasco En su obra, para disgusto de Octavio Paz, no tiene cabida la fantasía

'Valle de México', 1877, de José María Velasco.
'Valle de México', 1877, de José María Velasco.

Octavio Paz dijo alguna vez que el pintor José María Velasco no era sino la mitad de un genio. Una mitad que “nos advierte de los peligros de la pura sensualidad y de la sola imaginación”, pero a la que sin embargo le falta precisamente eso —los excesos, las tentaciones de la sensibilidad— para mostrarse completa, “amorosa”, “profunda”. En efecto, Velasco no era un pintor que buscara azuzar nuestros sentidos y mucho menos nuestros apetitos. Quería algo distinto: llegar al fondo de la fisionomía de las cosas, restituyendo por entero su configuración sensible. Imitar a la naturaleza, pues. Y por eso sus cuadros tienen un aire de láminas enciclopédicas, porque allí cada hoja, cada nube, cada roca ha sido estudiada no sólo como un objeto capaz de provocar cierto claroscuro, sino como un auténtico espécimen. Para Velasco hacer ciencia y pintar iban estrechamente de la mano —no por nada dedicó buena parte de su vida a ilustrar libros de biología—.

Al igual que John Constable, que pensaba que el vicio más grande del pintor era la bravura, “ese intento por hacer algo más allá de la verdad”, Velasco despreciaba la fantasía y los golpes de efecto: en sus cuadros no hay un centímetro que no encuentre, como un espejo, un correlato directo en el pedazo de naturaleza del cual es reflejo. A este sentido de fidelidad hay que añadir, además, un tipo de reflexión en el que, ciertamente, la figura humana no abunda. Paz pensaba que esto se debía a “un horror al hombre” que, a la larga, habría acabado por reducir la misión del pintor a generar nada más que “un estado de soledad”. Es una manera de verlo, desde luego, pero también puede pensarse que, como ocurre en las telas de muchos otros pintores de la segunda mitad del siglo XIX, todavía iluminadas por el fulgor tardío del romanticismo, la búsqueda de la exactitud se toca con un anhelo de experimentar la realidad de un modo absoluto. De ahí que los lienzos crezcan hasta semejar muros que todo lo abarcan, y también que el paisaje se vuelva, de paso, el género dominante. Y no cualquier paisaje: el propio. Eso era lo que perseguía Velasco —y los pintores del Río Hudson o de las distintas escuelas locales—: hacer de la pintura un lugar de celebración de la riqueza natural del territorio patrio, “porque las circunstancias que nos rodean”, diría él mismo, “son especiales y bien diferentes de las de otros países”. Razón por la cual estas visiones pueden parecer sacadas de un premundo en el que todavía no hay hombres, sino pura excepcionalidad geográfica.

En sus cuadros, cada nube ha sido estudiada no como un objeto capaz del claroscuro, sino como un auténtico espécimen

Ahora, una cosa es lo que uno ve y otra es lograr subordinar ese cúmulo infinito de datos visuales a una sola idea pictórica. Por eso Cézanne decía que el trabajo del pintor consiste en “juntar las manos errantes de la naturaleza”. Para pintar un cuadro como Valle de México (por cierto, su tema predilecto), de 1877, Velasco necesitó no sólo subirse al cerro del Tepeyac, para conseguir esa fabulosa visión aérea, equipado con óleos y lienzos, sino que hubo de reconstruir el panorama uniendo decenas de fragmentos y perspectivas, hasta lograr integrar un todo coherente que a nuestros ojos resulta asombrosamente convincente. Ese es el Valle de México que aún hoy, en los días más claros del año, los habitantes de Ciudad de México alcanzamos a vislumbrar entre los edificios y vías elevadas, casi como si esta urbe gigantesca y caótica estuviera extrañamente sobrepuesta a la imagen transparente de Velasco.

Setenta años nos separan del texto que escribió Paz sobre Velasco. Tiempo suficiente (y demasiado neoexpresionismo en el medio), quizá, para ver su pintura transformada en una sustancia mucho más amable que la que veía el poeta. A primera vista, la simplicidad compositiva de sus cuadros —que aparecen siempre divididos a la mitad por una línea horizontal que separa el cielo de la tierra— podría adjudicarse a una escasez de recursos, pero si se los ve con detenimiento y, más aún, se los compara con la obra de otros pintores contemporáneos —incluida la de su maestro Eugenio Landesio—, como puede hacerse ahora, en las salas renovadas del Museo Nacional de Arte, se descubre un universo de sutilezas —en las tonalidades, los detalles, las luces— que hablan de un pintor que está muy lejos de ser esa “alma fría y desdeñosa” de la que hablaba Paz.

Territorio ideal: José María Velasco, perspectivas de una época. Museo Nacional de Arte. Tacuba, 8. Ciudad de México. Hasta el 14 de diciembre.

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