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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Emilio Lledó, la vida desde lo más alto

Manuel Cruz

Para el joven filósofo, la aspiración a entender constituye uno de los estímulos más importantes para la tarea de pensar recién emprendida. Nada hay para él comparable a esos momentos en los que cree sentir que está rozando el todo con los dedos, cumpliendo así la vieja fantasía de comprender el conjunto de cuanto nos pasa, el sueño secular de alcanzar esa privilegiada ubicación del espíritu desde la que se domina por entero lo que hay y lo que hubo. No es momento ahora —apenas iniciada la presente reflexión— de adentrarnos en las causas de ello. Tal vez tamaña ilusión se deba a que, como señalaba Jaime Gil de Biedma en su poema Píos deseos al empezar el año, “...el placer del pensamiento abstracto/ es lo mismo que todos los placeres:/ reino de juventud”.

Como tantas otras cosas, con los años la expectativa se va desvaneciendo —o se va tornando más modesta, díganlo como quieran— y el filósofo en edad madura ya no aspira, como cuando él mismo era joven, a alcanzar aquel imaginario lugar privilegiado que le habría permitido una contemplación panorámica de la totalidad de lo existente, sino que tiende a pensar que la razón de ser de su actividad debe entenderse bajo otra clave. Su nuevo convencimiento bien podría enunciarse así: el sentido de la tarea del filósofo ya no consiste tanto en proponerse dar cuenta de la realidad por completo, como en describir lo mejor posible cómo se ve dicha realidad desde el concreto lugar en el que se encuentra situado.

Pero, claro, hay lugares y lugares. Y el que ocupa Emilio Lledó es, en un determinado sentido, un lugar privilegiado desde más de un punto de vista. Poseedor de un vastísimo conocimiento tanto de la filosofía griega como de la tradición germánica moderna y contemporánea, su manera de entender la ocupación del filósofo ha estado siempre alejada de las oscuridades abstrusas a las que tradicionalmente han sido proclives sus colegas, de las referencias eruditas o de cualquiera de los tics academicistas habituales en el medio filosófico. Cuando en cierta ocasión le pregunté por qué no reeditaba un texto juvenil inencontrable sobre Platón del que era autor, me respondió, con desarmante humildad, que porque era un escrito lleno de citas y referencias, y que, a determinadas alturas de la vida, “ya no se trata de eso”.

Se trata, en efecto, de otra cosa. Se trata, como decíamos, de hacerles saber a los demás lo que uno ve. Y uno ve, en gran medida, lo que sabe. Y sabe lo que ignora. Emilio Lledó está convencido de que lo que más importa contar está en un sitio distinto a aquel en el que todos se empeñan en buscar: no se encuentra en un rincón escondido, sino a la vista de todos (como decía Wittgenstein, recurriendo a la imagen de la mosca y el frasco, aunque también nos serviría para lo mismo aludir a la carta robada de Poe). Su secreto, pues, es un secreto a voces: es esa casi milagrosa capacidad que atesora para asombrarse cada día, como si la vida empezara de nuevo con cada amanecer, y no hubiera mejor tarea a la que aplicarnos que saborear los regalos que nos trae la luz de la mañana. Por eso continúa escribiendo con pasión, por eso le brillan los ojos cuando se le ocurre una idea, por eso es capaz de narrar, con emocionada admiración, la llamada telefónica de un Gadamer centenario, entusiasmado por haber entendido el fragmento de un presocrático. De este fuste es también Emilio Lledó. Un filósofo sencillo, que se limita a asombrarse ante lo que pasa y que tiene la generosidad de contarnos cómo se ve el mundo desde donde él está. Desde lo más alto del pensar y de la vida.

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