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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La edad de oro de la sicalipsis

El franquismo liquidó la cultura del erotismo que había florecido con la modernidad

Manuel Rodríguez Rivero
Fotografías "artísticas beldades femeninas" recogidas en el libro de Maite Zubiaurre 'Culturas del erotismo en España 1893-1939'.
Fotografías "artísticas beldades femeninas" recogidas en el libro de Maite Zubiaurre 'Culturas del erotismo en España 1893-1939'.

Entre el mandato paulino "absteneos de la fornicación" y la consigna futurista "la lussuria è la ricerca carnale dell’ignoto" se despliegan todas las concepciones del erotismo o, si se prefiere, del goce carnal. Las cosas han cambiado mucho al respecto, sobre todo en este país que se despidió hace casi 40 años de una dictadura fascistoide y beatona que duró otro tanto, y en la que la represión sexual alcanzó cotas inquisitoriales y patológicas. La otra noche, mientras intentaba vencer uno de mis tremendos insomnios zapeando entre los programas nocturnos de la televisión, me encontré con un larguísimo espacio comercial de una empresa de juguetes eróticos que ofertaba huevos vibradores, bolas chinas, dildos de 28 centímetros ("compatibles con lubricantes") o aparatos masturbadores masculinos (adaptables a todos los tamaños), asegurando a la potencial clientela que, con su uso, "los orgasmos más intensos, frecuentes y rápidos están garantizados". Lo cierto es que no pude evitar imaginarme la cara que habría puesto doña Carmen Polo de Franco, primera dama por la gracia de Dios, si, por una brutal dislocación en la secuencia temporal, hubiera tenido acceso al mismo anuncio: quizá la impresión recibida no le habría permitido sobrevivir a su ilustre cónyuge de voz aflautada y sentencia de muerte fácil. El franquismo acabó con una cultura del erotismo que floreció profusamente en España durante esa problemática modernidad que se extiende entre el 98 y la interrupción violenta de la llamada (con razón) Edad de Plata. La primera vez que tuve noticia de la existencia aquí de esa "cultura del erotismo" fue gracias a Érotique de l’Espagne, un libro del olvidado (y polémico) periodista Xavier Domingo que publicó en 1967 el gran editor Jean-Jacques Pauvert. He recordado aquel libro seminal —que aún conservo— estos días, mientras me sumergía en el estupendo ensayo Culturas del erotismo en España 1898-1939 (Cátedra), de la profesora Maite Zubiaurre, un volumen profusamente ilustrado que explora la imaginería de aquella "tercera España" que manifestaba una sensualidad inaceptable, por diferentes motivos, para las otras dos. Zubiaurre, que publicó originalmente (2011) su libro en la Universidad de California, ha rastreado con rigor académico y amenidad anglosajones las huellas de aquella sicalipsis (según el DRAE, el término proviene muy apropiadamente de los vocablos griegos “frotamiento” e “higo”) de una España altamente erotizada y radicalmente incompatible con la moral nacional católica de los que vencerían. La autora apoya sus opiniones en todo tipo de fuentes: desde libros sobre higiene sexual y eugenesia, y novelas populares ferozmente pornográficas, hasta artículos sesudos de intelectuales y feministas de la época acerca del alcance de la obra de Freud para la liberación sexual, pasando por una extensa panoplia de postales eróticas, ilustraciones, grabados, cortometrajes y otras manifestaciones de la enloquecida sicalipsis del primer tercio del siglo XX. La dictadura acabó con todo aquello. Bueno, con casi todo: la iconografía erótica y morbosa de Julio Romero de Torres (por cierto, republicano) se difundió profusamente en carteles y calendarios gracias, según la autora, al “españolismo” estereotípico y sobreactuado de sus personajes femeninos. Un libro fundamental para conocer un aspecto olvidado de nuestra cultura popular.

Sherezade

Continúa a buen ritmo la publicación de libros "navideños": aprecio (por ahora) un ligero y saludable descenso de volúmenes gastronómicos en papel cuché a cargo del atiborrado segmento poblacional de chefs y cocinillas cantamañanas, y un significativo aumento de obras bien editadas de asuntos de mayor interés cultural. Entre las que me han llegado en las últimas semanas selecciono, en primer lugar, la preciosa edición en tres volúmenes de Las mil y una noches, con la que Atalanta (que en la mitología perdió la carrera frente a Hipómenes) se presenta, tan puntualmente como siempre, a su cita en el disparo de salida de las ventas navideñas. En realidad no se trata de una nueva traducción, sino del rescate de una excepcional, la de los arabistas ya fallecidos Juan Antonio Gutiérrez-Larraya y Leonor Martínez, que Vergara publicó en 1965, y que tuvo la mala fortuna editorial de pasar bastante inadvertida, al menos si la comparamos con la también estupenda traducción de Joan Vernet (Planeta, 1964-1967), que es la que ha circulado más profusamente desde la de Cansinos Assens, que Aguilar publicó en México (1954) por temor a la censura. La otra noche abrí el primer volumen con intención de releer el sangriento comienzo, cuando los príncipes hermanos Sahriyar y Sahzamán, tras asesinar a sus respectivas esposas después de sorprenderlas en flagrante adulterio (y, para colmo, con esclavos negros), deciden dedicar su vida a vengarse de las mujeres. Pero, una vez más, los relatos encadenados de Sherezade, la última de las destinadas a morir en la orgía de odio y misoginia, volvieron a abducirme, manteniéndome tan despierto como lo estuvieron en el siglo XVIII los lectores de la traducción francesa de Galland. Y es que lo de Sherezade sí que es la verdadera curación por la palabra, y no lo que he estado intentando durante años tumbado en un diván.

Lisboa

El 8 de mayo de 1968 llegaba a Lisboa con nombre y pasaporte falsos James Earl Ray, un tipo que estrenaba la cuarentena habiendo llevado a cabo la mayor hazaña de su vida: el 4 de abril había asesinado de un tiro de rifle a Martin Luther King en Memphis, Tennessee. El 2 de enero de 1987 llegaba también a Lisboa un joven escritor enfermo de literatura ("un adolescente tardío" a punto de ingresar en la treintena) que acudía a la capital portuguesa para “rodar exteriores” de una ciudad aún abstracta y desconocida, pero en la que había decidido que tenía que suceder la novela que escribía. Esos son los dos polos de significado fuertemente interconectados entre los que bascula Como la sombra que se va (Seix Barral; en librerías el día 25), la última novela de Antonio Muñoz Molina. ¿Novela? Sí: y grande. AMM recurre al género literario más proteico para introducirse, desde la investigación exhaustiva, la memoria y la reflexión, en la conciencia de los personajes y rellenar con la argamasa de la ficción los huecos de una realidad fragmentaria a la que termina dotando de sentido. Historia apasionante de dos huidas: la del asesino y la de quien escribe "para apropiarse ilusoriamente de lo que no era capaz de procurar" en su vida. Homenaje a una ciudad revisitada sucesivas veces en busca de los escenarios del asesino, pero también como intento de comprender los motivos de aquel escritor bisoño y, en cierto modo, como expiación de una culpa; homenaje apasionado a un héroe (Martin Luther King) a la vez lejano y próximo; y reflexión autobiográfica sobre el tortuoso camino a la madurez. Pero, sobre todo, celebración de la literatura como herramienta privilegiada de conocimiento del mundo y de uno mismo.

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