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Árbol / Tala

Dos funciones memorables: 'La plaza del diamante', de Mercè Rodoreda, con Lolita Flores a las órdenes de Joan Ollé; y 'Tala', de Thomas Bernhard, lo último de Krystian Lupa

Marcos Ordóñez
Lolita Flores en la función de 'La plaza del Diamante'.
Lolita Flores en la función de 'La plaza del Diamante'.Sergio Parra

1. Árbol. Algunos ciegos, escribí hace años, quisieron convertir a Mercè Rodoreda en el emblema de lo que entendían por "literatura femenina": algo sencillito, nostálgico, introspectivo; una variante del ganchillo o la confitura. No podían tragarla. No querían ver las garras, el pico feroz. La dama, escribí, era una salvaje, un corazón desolado de la estirpe de Jean Rhys y la Duras. Las raíces de ese árbol magnífico están atravesadas por una vena palpitante de locura negra. La copa no puede aullar más claro, y las hojas se agitan movidas por la mejor poesía, la que no lo parece, la que no se adorna con clarines. Joan Ollé, que tantas veces ha montado La plaça del Diamant, en catalán y en inglés y en castellano, lo ha sabido siempre. Ahora Colometa es gitana porque lo es Lolita Flores, porque hay mucho poder y mucho viento en ese rostro, y porque su padre, el gran Antonio González, nació a cuatro pasos de la plaza del Diamante, en el barrio barcelonés de Gràcia.

 Ha vuelto, pues, Lolita Flores, a la que no veía desde Rencor, de Miguel Albadalejo, templando y mandando. Está sentada, inmóvil, en un banco ruinoso, las manos caídas en el regazo. Entre sus pies, una guirnalda de luces de verbena, como una serpiente muerta y revivida. Todo pasa en su cara, sus ojos, su voz. Podría ser una hermana de Ovidi Montllor. La sonrisa triste, golpeada, humilde pero nunca humillada; el incendio en los ojos; la cadencia sabia y antigua. Posee, como él, un don inusual: la rotunda capacidad de conmover sobriamente, sin énfasis, y de hacerte ver su historia anterior en un espejo desazogado.

Veo a Ovidi y veo a mi abuela, mirando las muñecas en el escaparate de los hules, todas las abuelas que perdieron la guerra. Ollé nos cuenta la guerra con una sutilísima y letal estocada, cuando comienzan a caer los seres queridos y él hace que vuelva a encenderse la guirnalda de la verbena perdida, y que vuelva a sonar Ramona, como un eco inatrapable. Momentos salvajes: la alucinación de las burbujas de sangre desbordándose en la iglesia, y ahí resuena en la voz de Lolita la oscura campana de Lorca, y cuando Colometa (habría que devolverle su nombre de mujer: Natalia) sacude los huevos de las palomas para que los monstruitos se rompan la cabeza contra la cáscara, y cuando besa a su hijo antes de que naufrague en un mar de testas rapadas e indistintas, y cuando camina lenta bajo el sol de agosto para comprar un embudo y un litro de salfumán. My dear, these things are life, como decía Meredith en la cita que abría el portón de la novela. Tragaos esa confitura, ciegos. Y ustedes, todos los de ojos y oídos atentos, vayan al Español a aplaudir a Rodoreda, a Ollé, a Lolita. ¡Cuántas lágrimas vivas, cuánto dolor transmutado en arte!

Ahora Colometa es gitana

2. Tala. Quince días después de su estreno en Polonia llegó Tala, de Thomas Bernhard, en versión de Krystian Lupa, para hacer dos funciones en Temporada Alta. Cuatro horas y media: podíamos haber pasado con una menos, pero siempre es un regalo asistir a una puesta de Lupa y contemplar a sus hipnóticos actores. Tala (Holzfällen) es para mí un Bernhard imprevisto: acaba de un modo distinto a como empieza, y eso es mucho. Thomas (el enorme Piotr Skiba) vuelve a su país tras 20 años de ausencia para asistir al funeral de Joana Thul (Marta Zieba), una actriz suicida, con la que vivió un lejano amor, y cena luego en casa del matrimonio Auersberger junto a un grupo de artistas a los que admiró en su juventud, ahora "echados a perder", monologa, por vanidad, por venta, porque tiraron la toalla. Lupa los encierra en una jaula con paneles de plástico que dificultan un tanto la visión; un cubo cerrado, que gira sobre sí mismo. Hay filmaciones exteriores (el velatorio, el entierro), pero son igualmente claustrofóbicas, con los personajes apresados en primeros planos casi entomológicos. John (Marcin Pempus), el último compañero de Joana, es el más sincero, el más conmovido, el que menos tiene que ver con el grupo. Hay un hermoso y terrible flashback, cuando Thomas evoca sus últimas tardes con la actriz, totalmente alcoholizada, incapaz de salir ya de su casa: la escena en la que ambos se sienten avergonzados de estar desnudos, frente a frente, con Marta Zieba a la altura de Helen Mirren, me recordó mucho al Bergman de Sarabande y De la vida de las marionetas.

Hay partes de alta comedia helada: la desastrosa cena, con la visita del pesadísimo actor del Burgtheater (Jan Frycz), que narra pomposamente su trabajo en El pato salvaje, de Ibsen, donde vuelve a brillar la furia satírica, siempre excesiva, de Bernhard. La función gira luego hacia la pesadilla, con los diálogos trazando círculos a los acordes del Bolero de Ravel. Y poco a poco, cuando comenzaba a pensar que esto ya lo había leído mil veces, emerge el Bernhard crepuscular (la novela es de 1984, escrita cinco años antes de su muerte), con una mirada más madura, más comprensiva, sobre su entorno. Salvo un par de personajes (escritoras ambas), con los que se muestra caricaturescamente inclemente, ofrece inesperados perfiles de los restantes, comenzando por “el actor del Burgtheater”, al que priva de nombre pero no de razones, de verdad, de humanidad, y acabando, ya con un pie en la puerta, por la señora Auersberger (Halina Rasiakówna), de la que Thomas parece apiadarse al verla tan sola, tan perdida, tan maltratada por su esposo, Gerhard (Wojciech Ziemianski).

Hay un último y admirable monólogo en el que el protagonista, tras haber detestado a ese grupo de gente a la que admiró y le decepcionaron, cambia la tocata de su eterna letanía (Viena castra, Viena tala) para reconocer que algo pondría de su parte cada uno en la demolición y, lo más importante, admite el vínculo, como quien reconoce que sigue amando esa vieja ciudad a la que odió con todas sus fuerzas. Y está muy bien narrado ese momento en el que descubre que, llegada cierta edad, acaba pesando más, con una suerte de dulzura, el recuerdo del tiempo de promesa que pasaron juntos y las pasiones que compartieron, ahora convertidas en contraseñas, en signos de pertenencia que conviene abrillantar un poco cuando se acerca la noche. Cromos privados que poca gente más recuerda, y que un viento insistente desperdiga generación tras generación, según sentencia del tiempo.

La plaza del diamante. De Mercè Rodoreda. Adaptación: Carles Guillén y Juan Ollé. Dirección: Joan Ollé. Intérprete: Lolita Flores. Teatro Español. Madrid. Hasta el 23 de noviembre.

Tala. De Thomas Bernhard. Adaptación y dirección: Krystian Lupa. Festival Temporada Alta.

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