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despierta y lee
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pulcritud y células grises

Fernando Savater

En uno de sus agudos Pensamientos despeinados (Pre-textos), el escritor polaco Stanislaw Jerzy Lec afirma: “Se está perdiendo el gusto por lo artesanal. Hasta en el crimen". Lo dijo a mediados del siglo pasado, por atroces razones bien conocidas, pero sigue siendo cierto hoy y también en la novela policíaca. Actualmente sólo se aprecia al serial killer, es decir la cadena de montaje anónima y cuantitativa aplicada a la matanza, pero ya no el crimen particular, detallista y bien acabado, cosido a mano. Por supuesto, ahora es de rigor el despanzurramiento rebuscado de la víctima, no la copita emponzoñada ofrecida con una sonrisa entre las pastas y los emparedados de pepino. De modo que cualquier cosa era esperable, menos el regreso a la mesa de novedades de Hércules Poirot, el más vintage de los detectives, tan peripuesto que es difícil imaginarle sacando conclusiones de una autopsia o del estudio de unos huesos calcinados, como ahora tanto se lleva.

Aunque los primeros detectives de la historia de ese género literario suelen ser bastante excéntricos, como Auguste Dupin, Sherlock Holmes, Philo Vance (o el Max Carrados de Ernest Bramah, que para colmo es ciego), todos ellos guardan un halo heroico. Poirot, en cambio, no sólo es un tipo algo raro sino también risible. Y eso es muy infrecuente, sobre todo en los investigadores creados por mujeres: el lord Peter Wimsey de Dorothy L. Sayers, el Albert Campion de Margery Allingham, el inspector Roderick Alleyn de Ngaio Marsh, el Adam Dalgliesh de P. D. James (que además es poeta) o el comisario Adamsberg de Fred Vargas, son figuras masculinas especialmente idealizadas, algo así como los novios ideales que soñaron sus autoras o los apetecibles amigovios, como ahora autoriza a decir el campechano diccionario de la RAE. En cambio Agatha Christie no dota a Poirot del mínimo atractivo erótico: es viejuno (casi más de carácter que de edad), pulcro hasta la afectación, maniático del orden y de las rutinas, bajito, con cabeza de huevo y bigote engominado, además de vanidoso (¡a veces habla de sí mismo en tercera persona!) y algo pedante. La autora es cruel con su criatura, que caricaturiza la visión británica de los franceses (aunque Poirot sea belga), con ese punto xenófobo que también roza al chino Charlie Chan de E.D. Biggers y al padre Brown de Chesterton, un cura católico que encarna otro tipo de exotismo.

Ha sido la joven autora inglesa Sophie Hannah la encargada por el nieto de Agatha Christie de resucitar a Hércules Poirot, en Los crímenes del monograma (Espasa). Aunque la novela respeta al género y al personaje, además de leerse con interés, sirve también para demostrar que no es tan fácil imitar a la vieja Gran Dama. Hasta sus tramas menos logradas exhiben una especie de ligereza sublime, ágil, como si la pasta de que están hechas fuese “la misma urdimbre de los sueños”, según el dictamen de Shakespeare aplicable a la vida humana. La narración de Hannah se esfuerza y resuella para resultar compleja, inteligentemente digna de mentes adultas, que no están para niñerías. Consigue su objetivo, ay. Pero su Poirot es demasiado enfáticamente Poirot, como si reapareciera arrepentido de no haberlo sido suficientemente antes. En fin, nada de reproches: gracias, Sophie, y bendita seas, Agatha.

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