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El día que comimos con papá, difunto

Los mexicanos adornan de flores los cementerios el Día de Muertos y llevan mariachis y alimentos para pasar unas horas con los difuntos

Alfredo Cerón Flores tiene 69 años y teme agarrar “aire de panteón”. Para protegerse trae una rama de ruda en la oreja y otra debajo de la camiseta; se cree que por su fuerte olor esta planta aleja las malas vibras del cementerio.

Este 1 de noviembre está arreglando la tumba de sus padres; pinta la reja que protege la de su madre porque ya está oxidada. La visita tres veces al año: en su cumpleaños, el Día de las madres y el Día de Muertos. Su hermana y sus tíos también yacen en el panteón de San Bernardino, Texcoco, en el Estado de México, a 10 kilómetros de la capital mexicana.

Lucía Arellano va con un poco de prisa. Adorna, junto con su hija, el lugar en donde descansan su tío, abuelos maternos y hermana. Más adelante tocará el turno de arreglar la de sus abuelos paternos, un tío y un primo. En otro panteón están sus padres, pero no irá sino hasta el 2 de noviembre para pasar el día con ellos hasta las tres de la tarde.

Ante la cantidad de lápidas para adornar y familiares que visitar, antes de morir la madre de Lucía siempre le pedía que no demorase porque faltaba visitar a su padre. “¡Córrele antes de que se vaya tu papá!”. La madre pasó la creencia a su hija de que a las tres de la tarde del 2 de noviembre los muertos se regresan a su lugar. Había que apurar para alcanzar a comer con su padre y después volver con toda la familia a casa.

Algunas familias acostumbrar llevar alimentos a los cementerios para comer sobre la tumba de los difuntos y compartir con ellos la comida y bebida que les gustaba. Unos panteones han prohibido la entrada con bebidas alcohólicas, pero los visitantes se las ingenian para pasar con botellas de ron y tequila.

Además de hacerlo por tradición, los mexicanos visitan los panteones por esa firme convicción de que una vez al año podrán sentirse más cerca que nunca de la gente que han perdido y también para agradecerles que les cuiden desde lejos. Luis Castillo arregla la tumba de su ahijado mientras cuenta que su padre se le ha aparecido en sueños para prevenirlo de algunas tragedias. “Me dijo que me cuidara mucho y al otro día me asaltan”. A su padre le pasaba lo mismo.

El paisaje de los cementerios cambia de gris a naranja conforme avanzan las horas. Los visitantes cargan cubos con flor de muerto o cempasúchil. Algunos las ponen en floreros sobre las lápidas, otros la deshojan y forman cruces o marcos alrededor de las tumbas. El cempasúchil es la flor más vendida. El precio varía al exterior del panteón entre uno y tres dólares por ramo. El año pasado se vendieron hasta 15.000 toneladas de esta flor en todo el país.

La música forma parte importante en esta veneración a los muertos. Los mariachis del grupo Diamante lo saben bien. Esta agrupación de seis músicos viene desde el Estado de Tlaxcala; han viajado los 100 kilómetros que los separan del Panteón Municipal de Texcoco para entrar en los cementerios y ofrecer música a quien se los solicite. Cobran 100 pesos (8 dólares) por canción, aunque el precio es negociable. Antonio Hernández, encargado del guitarrón, dice que son conscientes de la situación económica del país; ningún muerto se debe quedar sin mariachi.

Los mariachis entonan Amor eterno, de Juan Gabriel, por otro lado se escuchan las palas removiendo la tierra, uno que otro reggaetón, globos y juguetes en las tumbas de los más pequeños, y el choque de dos vasos que brindan por la presencia de aquellos a los que se les permite volver una vez al año con la condición de regresar hacia las tres de la tarde del 2 de noviembre.

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