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CRÍTICA | FILTH

En caída libre

James McAvoy, en un fotograma de 'Filth'.
James McAvoy, en un fotograma de 'Filth'.

Adaptar una novela cuyo protagonista tiene una solitaria en el estómago que acaba interfiriendo en el texto, soltando su propio monólogo interior y erigiéndose en voz de la conciencia no tiene que ser tarea fácil. A la hora de llevar a la pantalla Escoria, la tercera novela de Irvine Welsh, John S. Baird sigue la pauta marcada por el Danny Boyle de la fundacional Trainspotting (1996): la única manera de trasladar la verba pirotécnica del escocés pasa por intoxicar las imágenes, empachándolas de las mutaciones perceptivas de sus personajes, en consonancia con su consumo estupefaciente.

FILTH

Dirección: John S. Baird.

Intérpretes: James McAvoy, Jamie Bell, Eddie Marsab, Imogene Poots, Jim Broadbent.

Género: comedia. Reino Unido, 2013.

Duración: 97 minutos.

El resultado inevitable son, pues, películas excesivas, avasalladoras, deudoras de cierta escritura cocainómana scorsesiana. A menudo, la poética del exceso se satura y revela sus límites: en Filth, por ejemplo, Baird no parece haber encontrado una solución satisfactoria al problema narrativo de la tenia o solitaria, reflejado en las interferencias alucinatorias de un médico encarnado en clave histérica por Jim Broadbent, pero lo cierto es que este recital exasperado acaba adquiriendo considerable peso específico y culmina en un desenlace valiente y eficaz.

Si Trainspotting, la película, supo capturar las texturas y ritmos del éxtasis opiáceo (también sus insondables caídas), aquí son las rayas de cocaína que esnifa el personaje principal las que actúan como metrónomo. Un metrónomo desajustado e irreparable, porque aquí no se habla tanto de la subida como de la bajada (circular y obsesiva) a los infiernos. Bruce Robertson, encarnado por un James McAvoy entregado a la labor de romper con saña su imagen inmaculada, es un policía escocés corrupto sometido a la triple tensión de esclarecer un crimen (que es simple pretexto), zancadillear a sus compañeros para ascender en el cuerpo y reconstruir tanto su identidad como su vida afectiva. Baird, que firma también el guión, no ha tenido otro remedio que traicionar las fuentes y bracear entre imágenes desaforadas que muchas veces parecen haber alcanzado su fecha de caducidad, pero, contra todo pronóstico, su estrategia no naufraga y ofrece regalos tan inesperados como el personaje secundario que, con verdad y gusto por el detalle, compone un gran Eddie Marsan.

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