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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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La tristeza del orden

Este mareo de carriolas trágicas y psicológicas son un conflicto muy vivo que sólo acabará siendo allanado por el muy rectilíneo advenimiento de la muerte

En el programa de Mariló Montero (La mañana) de TVE1 se habló hace poco de aquellas gentes con trastornos compulsivos que no dejan de reiterar minuto tras minuto algunas de sus rutinas tales como cerrar la puerta de casa, lavarse las manos o apagar el gas, siempre angustiados bajo la irremediable duda de haber cumplido debidamente la tarea.

Son también de este género los maniáticos de la limpieza y del orden, de la colocación simétrica de los objetos domésticos, de la escrupulosa posición del mueble o de la alfombra, de la organización meticulosa de los papeles de oficina, sufriendo la constante imposición de una ley ordenancista que les empuja a lograr un imposible mundo reglado y sometido a su voluntad.

¿Para su tranquilidad? Nunca para su tranquilidad definitiva porque son estas personas un ovillo de nervios sin efectiva solución. Más aún: paradójicamente su desequilibrio procede de la exasperación por el equilibrio inasible. Son gentes, en fin, que padecen pero aún más en nuestros días donde no hay un sistema para emplazarse o un buen código al que responder.

¿Será este desorden epidemiológico el comienzo del caos final?

El mundo ordenado de otros tiempos, romanos, victorianos, newtonianos, se ha calentado hasta bullir en un sembrado de burbujas, bélicas, económicas, estéticas, morales y víricas.

¿Será este desorden epidemiológico el comienzo del gran caos final? ¿El presagio de que nos acercamos indefectiblemente al tenebroso cobijo del Diablo? O, por el contrario, ¿no sería lo más característico de la muerte el orden completo?

“El origen de la tristeza —dice Antonio Dyaz en la revista Yorokobu— es la falta absoluta de desorden”. En tanto que la cultura mantiene severos sus cánones se desarrolla una época sin demasiado interés humano. Los premios ajustados a la edad y la producción de determinados géneros vetustos, la puntualidad sin tacha, la moralidad sin pecado, el amor sin destrucción, la queja sin revolución llevan gradualmente a un mundo muy caldoso.

El desorden, aunque no la plena embriaguez, proporciona el genuino acicate para innovar, nutre la imaginación y la transgresión creadora. El desorden en el estudio del pintor, del escritor o del científico es la huella presencial de un activo visitante llegado desde el más allá.

El mundo plástico ha pasado desde el simbolismo muy perfilado hasta la juerga del pop (y el pospop) y en su trayecto lo mejor ha sido sus exclamaciones desafinadas. En la exposición de Richard Hamilton que acaba de pasar por el Reina Sofía de Madrid se contemplaban cuadros, collages y fotos donde el desorden cabalgaba sobre el orden, la ironía sobre la teoría y el griterío sobre la reflexión.

Una porción de desorden es un trago de buena vida no siendo la vida en conjunto otra cosa que una dura ración de un cocido duro y mal guisado.

Desorden más desorden da en llamas y chisporroteos eléctricos. Pero orden más orden confirman apilados la terca estampa de la página o lienzo en blanco.

Crear es desordenar y desordenar es escarbar el muro de otro sistema propenso a la sorpresa. Patinamos (supuestamente) sobre un mar bruñido en la infancia, patinamos sobre el deslizante inconsciente durante toda la vida pero ¿qué será este mareo de carriolas trágicas y psicológicas sino un conflicto muy vivo que sólo acabará siendo allanado por el muy rectilíneo advenimiento de la muerte?

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