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CRÍTICA | ANNABELLE
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Casa de muñecas

La película de James Wan juega a la nostalgia de un modelo de mujer sufriente pegada a su tricotosa

Fotograma de Annabelle
Fotograma de AnnabelleCortesía de Warner Bros.

Como bien ha demostrado el grueso de su trayectoria, James Wan no era un enfant terrible del terror indie, modalidad sádica, condenado al olvido una vez se diluyese el impacto de su carta de presentación —Saw (2004)—, sino un notable conocedor de la memoria del género, dispuesto a renovar sus códigos proponiendo un equilibrio entre tradición y modernidad. Así lo dejaba claro su multireferencial Silencio desde el mal (2007) y así lo confirmaron tanto Insidious (2010) —y su secuela algo menor— como Expediente Warren (2013), películas todas ellas con vocación de casa encantada último modelo: en ellas las posibilidades de la imagen digital reformulaban arquetipos, ambientes y lugares comunes de un terror que, sin olvidar del todo las pirotecnias de los 80, reivindicaba su condición clásica. En el fondo, el mejor cine de Wan no deja de ser una contradicción en movimiento: a menudo, soluciones elegantes de puesta en escena sucumben al gesto histérico de reforzar el susto con truquería (básicamente sonora) de posproducción.

Annabelle, spin-off de Expediente Warren producido por Wan y dirigido por el director de fotografía y cineasta ocasional John R. Leonetti, no es una excepción. Casi al principio del metraje el espectador puede apreciar un detalle estilístico extraordinario: a través de la ventana de la alcoba del matrimonio protagonista se contempla un brutal asesinato en casa de los vecinos. La luz se apaga en el justo momento en que la protagonista se desvela. Una escena magistral... si un chirriante subrayado musical no se hubiese asegurado de golpear los tímpanos de la platea. No hay otro momento a esa altura, pero el resto del metraje oscila constantemente entre el clasicismo, el susto ensordecedor y ese terror de discoteca que tan bien practicaba el Tobe Hooper de La casa de los horrores (1981) y Poltergeist (1982).

Annabelle, la muñeca que en Expediente Warren no era más que presencia secundaria, toma aquí el protagonismo en una historia que bebe tanto de La semilla del diablo (1968) como de los siniestros sucesos que, de la mano de la familia Manson, golpearon a su director poco más de un año después del estreno. La película se centra en la oposición entre una contracultura satánica y un matrimonio tan saludable y modélico que se diría recortado de una ilustración de ese Reader’s Digest que la esposa tiene como lectura prioritaria. La voluntad de ejercicio de estilo añejo que preside el conjunto excluye la ironía de las reglas del juego: de ahí que, a pesar del eficaz recital de sustos, uno pueda inferir que, de manera inconsciente, la película esté jugando a la nostalgia de un modelo de mujer sufriente pegada a su tricotosa, una Nora cómoda en su Casa de Muñecas.

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