_
_
_
_
_

Ai Weiwei se encierra en Alcatraz

El artista chino expone en el mítico penal situado en la bahía de San Francisco

Vídeo: R. J. C.

Icónica, reconocida, cercana y a la vez lejos de la civilización. La isla de Alcatraz, con su mítico presidio clausurado en 1963, es uno de los monumentos más visitados de EE UU. El cine, con sus escapadas de leyenda y alcaides malévolos, así como la sombra de Al Capone, lo convirtieron en una fortaleza de máxima seguridad. Desde el muelle no da esa sensación inexpugnable. Al contrario, si no se sabe del rigor de las corrientes y la baja temperatura de sus aguas, sazonadas con tiburones, la hazaña de escaparse no se ve tan compleja. Lo del rigor, sí, empezando por el clima. La humedad cala y las normas de la fortaleza dejan claro que no hay marcha atrás. Los presos tenían solo cuatro derechos: comida, techo, ropa y asistencia médica.

El artista chino Ai Weiwei (Beijing, 1957) juega con estas ideas preconcebidas sobre la isla, cuyo primer uso fue como fortín español, para evidenciar la carencia de libertad. En lugar de escapar de Alcatraz, se cuela en su interior convirtiendo algunas de sus ajadas dependencias en oasis de libertad expresiva y color. Como no pudo salir de China, Weiwei ha hecho este camino con una propuesta creativa, adaptándose a un espacio al que no ha tenido acceso. Lo explica Cheryl Haynes, comisaria de la exposición: “Ha sido fascinante. Su Gobierno le ha quitado el pasaporte, entonces fui seis veces a su estudio para llevarle vídeos, películas, libros, planos...”. Hace un mes el disidente envió a varios miembros de su estudio para rematar el montaje según sus deseos.

Sin una complicidad y una relación estrecha no habría sido posible. Pero en resumen, sí, Ai Weiwei se adentra en el espacio del que todos querían salir, lo conquista sin poner un pie en él. “Con la diferencia horaria”, expone Haynes, “nos pasábamos la noche haciendo videoconferencias para tenerle al tanto de todos nuestros progresos. Ha estaba atento”.

El resultado impacta. @Large, nombre de la exposición, (at large es una expresión que en castellano significa prófugo) está llena de pequeños detalles. La ruta comienza en la lavandería, que era un lugar de trabajo. Según el código de conducta, el derecho a tener un oficio dentro de la cárcel había que conquistarlo. Es lo que hacen las cometas en forma de dragón que ocupan la nave central, que con frases de Julian Assange o Edward Snowden dejan claro cual es su mensaje. Lavabos, oficinas y apliques se han dejado como contraste por su óxido, un contrapunto al colorido del papel volador.

Cheryl Haines y Ai Weiwei.
Cheryl Haines y Ai Weiwei.JAN STUERMANN (efe)

Ai mezcla lo actual, lo modulable, como son las piezas de Lego, con lo vetusto de una estructura que por momentos hace sentirse pequeño al visitante. Ha aprovechado la segunda nave de la lavandería para construir un mosaico con reconocidos defensores de la libertad. Nelson Mandela y Martin Luther King cuentan con un lugar destacado. La siguiente parada es una sinuosa galería. Mientras se atraviesa el pasillo, un esqueleto de paneles solares y ollas amenaza con salir hacia el cielo.

Tras atravesar el patio donde los reclusos paseaban, como premio, menos de 20 minutos al día, se llega a una enfermería hasta la fecha vedada para los visitantes. Se intercalan lugares intactos, como la sala de hidroterapia, todo un eufemismo para dos bañeras, o la tétrica de rayos X, con letrinas y lavabos convertidos en recipientes de flores de porcelana.

El artista, que no puede salir de China, diseñó la muestra a distancia

Muchos de los presos tenían una armónica o una guitarra como única forma de expresión y distracción. Ai le da una vuelta buscando sacar a la luz a cantantes que sufren, como las Pussy Riots, o sufrieron, como Víctor Jara, la represión. La impersonal hilera de barrotes pasa a tener sonido. Los altavoces se camuflan en los conductos de ventilación.

El final aguarda en el comedor, único lugar en el que se relacionaban los reclusos. Dos estanterías colmadas de postales diseñadas por Ai invitan a mandar mensajes a disidentes y presos políticos de todo el mundo. Las postales no tienen el remite pero sí el destinatario impreso. ¿La intención? Apoyar a los que están privados de libertad. No se garantiza la entrega, pero el franqueo está pagado y la saca de correos espera a los pies. Ahí termina el viaje. Por primera vez se ha provisto al recinto de conexión wifi. “Queremos aparecer en las redes, molestar a los que no creen en la libertad. Pedimos que se tuitee y comparta”, insiste la comisaria, al tiempo que añade un deseo, que el acceso a la Red se mantenga cuando acabe la muestra.

La exposición abre sus puertas mañana hasta el 26 de abril. El precio, 30 dólares (24 euros), incluido el trayecto en ferri. Se sale desde el muelle 33 en San Francisco y es recomendable reservar con antelación porque la isla tiene un cupo de visitantes por día. Una advertencia final: no es para todos los públicos. No se espera una audiencia pasiva, sino curiosa y con una mínima condición física, dispuesta a recorrer más de cinco kilómetros con patios, peldaños gastados, escaleras inseguras... una yincana que pesa en la conciencia. El efecto de inmersión se mantiene horas después de abandonar la isla.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Más información

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_