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Retrato de familia en carne viva

Mario Gas y Vicky Peña, espléndidos en 'El largo viaje del día hacia la noche' de Eugene O’Neill

Marcos Ordóñez
Vicky Peña y Mario Gas, en una escena de 'El largo viaje del día hacia la noche'.
Vicky Peña y Mario Gas, en una escena de 'El largo viaje del día hacia la noche'. Getty / Quim Llenas

La fuerza de El largo viaje del día hacia la noche viene de las tripas de Eugene O’Neill. “Te regalo esta obra de antiguo dolor, escrita con lágrimas y sangre”, le dice en 1941 a su esposa, Carlotta Monterey, nombre artístico de la actriz Hazel Neilson Tharsing, “como tributo”, añade, “al amor y la ternura que me permitieron, por fin, enfrentarme con mis muertos y escribirla con profunda piedad, comprensión y perdón para los atormentados Tyrone”. Los Tyrone son los O’Neill-Quinlan, su propia familia, y él está entre ellos: es Edmund, el hermano pequeño. Sin esa mezcla de piedad, comprensión y perdón, El largo viaje sería un puro y duro ajuste de cuentas. Aunque logró transmutar el dolor en poesía, sincera y descarnada, O’Neill temía haber desvelado demasiadas heridas, y prohibió que el texto viera la luz hasta un cuarto de siglo después de su muerte. Como se sabe, su esposa se saltó el veto y la función se estrenó en el Dramaten de Estocolmo, su “casa espiritual”, en febrero de 1956. Ocho meses más tarde, José Quintero la presentó en Broadway, con Fredric March (James), Florence Eldridge (Mary), Jason Robards (Jamie), Bradford Dillman (Edmund) y Katharine Ross (Cathleen), y se convirtió en un clásico instantáneo. En cierto modo, O’Neill inauguró un minigénero en el teatro americano: el drama familiar, pródigo en secretos y enfrentamientos, que va desde Albee (¿Quién teme a Virginia Woolf?) hasta Tracy Letts (Agosto) pasando por Buried Child, de Sam Shepard, por citar solo tres piezas. En el mundo de las series, y en clave noir (e hiperirlandesa), su bisnieto más reciente sería Ray Donovan.

En España la estrenó González Vergel en el Lara, en 1960. Narros y Layton la dirigieron en el Español, en 1988. John Strasberg la montó de nuevo en el Albéniz, en 1991, y Àlex Rigola en la Abadía, en 2006.

Ahora se está representando otra vez en el Marquina, a las órdenes de Juan José Afonso, con Mario Gas y Vicky Peña encabezando un sólido reparto, y hay que aplaudir, para empezar, que la empresa privada se haya arriesgado con una pieza tan dura y amarga como esta. Gas la ha resumido muy bien: “Es una tragedia moderna sobre demonios familiares, sobre unos seres que quieren quererse y entenderse, y no lo consiguen”. Los cuatro protagonistas son adictos. Se reparten el enganche al alcohol y a la morfina, y comparten como drogas mayores la ocultación de las verdades más dolorosas y una irrefrenable habilidad para arruinarse la vida. No detallaremos aquí sus respectivos conflictos y amarguras: ya lo descubrirán ustedes. Quizás baste decir que ninguno ha conseguido ser lo que quería.

La acción transcurre durante un día y una madrugada de 1912, en la casa veraniega de los Tyrone, en la costa de Connecticut. Elisa Sanz firma vestuario y decorado. El primero es bellísimo, impecable. El segundo sigue la escueta pauta del montaje de Bergman en 1989 (una mesa, cuatro sillas blancas: nada que objetar), pero las cortinas subrayan demasiado, para mi gusto, la claustrofobia del texto, aligerada por unas sugestivas proyecciones de Eduardo Moreno que muestran el mar, primero en calma y luego, progresivamente, encrespado. Entiendo la opción escenográfica, pero creo que, pese a la notable iluminación de Gómez Cornejo, esta función necesita un punto de fuga, un ventanal que nos permita respirar y sentir mejor los cambios de luz y el calor de esa jornada de agosto. Aunque no suelen gustarme las podas, el original (cinco actos, más de cuatro horas) siempre se me ha hecho larguísimo, y celebro que Borja Ortiz de Gondra haya eliminado las repeticiones y los pasajes más retóricos para quedarse con lo esencial del drama, en una versión de dos horas y cuarto.

Diría que las bases de la puesta de Juan José Afonso son la sutileza, la claridad y la voluntad de contención; en el apartado de los defectos, la falta de brío en determinados pasajes. Quizás por edad me sentí más cerca de los padres que de los hijos; quizás se deba también a que no tienen escenas tan poderosas como la de Mary Tyrone contándole su vida a Cathleen, o cuando James hace lo propio, ya en plena noche, ante Edmund. Alberto Iglesias compone un Jamie, el hermano mayor, con aplomo, fuerza y buena dicción (sé que esto suena “antiguo”, pero para mí es importante); también me gusta Juan Díaz, que encarna a Edmund, el pequeño, aunque su colocación corporal, como si cargara un gran peso a la espalda, me resulta un poco excesiva. Echo en falta más intensidad, más tensión en sus enfrentamientos, y sentir esas borracheras arrasadoras, que aquí me parecen muy educadas, como si bebieran alcoholes de baja graduación. O’Neill dibujó a Cathleen, la criada, como un arquetipo de farsa irlandesa: más tonta que un cazo, maliciosa, sin ninguna virtud. No es fácil, pues, escapar de la caricatura, y Mamen Camacho la roza. Puede hacerse de otro modo, y lo sé porque lo he visto. A su favor juegan la naturalidad que a ratos emerge del cliché, y, gran punto a su favor, su modo de escuchar y aguantar el tipo ante Vicky Peña en la escena citada.

Ver a Mario Gas y Vicky Peña juntos en escena es un regalo. Mario Gas le da al personaje de James Tyrone una humanidad inhabitual. A menudo se interpreta como un personaje rígido, con pomposidades de mal actor, con una tacañería exacerbada. Aquí advertimos sus defectos, su egoísmo, sus frustraciones, sus muchas huidas anteriores, su obsesión por el dinero, pero también una paciencia, una bonhomía y un amor hacia su esposa que nos lo hacen muy próximo. Aunque su barco está atrapado en una red de mentiras como sargazos, James Tyrone trata de mantenerlo a flote, y yo veo algo heroico en ese empeño. En suma, que Gas nos lo muestra en redondo.

Mary Tyrone es el centro de la función: el personaje más rico, más cambiante, con más matices. Vicky Peña no descuida ni un color de esa gama. Su Mary es delicada y feroz (es la que más ha perdido), lucidísima y enajenada, y la actriz la sirve en su trabajo más grande y más completo. Su última aparición, definitivamente perdida en la niebla, te parte el alma. No le falta ni le sobra nada a esa escena, y sigue resonando en mi cabeza su estremecedora frase final, digna de Hemingway, tras la que se abre un largo y conmovido silencio: “Luego, en primavera, me pasó algo. Ah, sí, ya me acuerdo. Me enamoré de James Tyrone y fui feliz durante un tiempo”.

El largo viaje del día hacia la noche. Eugene O'Neill. Borja Ortiz de Gondra (adaptación). Dirigida por Juan José Afonso. Intérpretes: Vicky Peña y Mario Gas. Teatro Marquina. Madrid. Hasta el 30 de noviembre.

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