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Abajo, en el sótano

Ulrich Seidl explora en un documental la vida que esconden sus vecinos en esa zona de la casa

Gregorio Belinchón
El director Ulrich Seidl, en la presentación de 'En el sótano'.
El director Ulrich Seidl, en la presentación de 'En el sótano'. Claudio Onorati (EFE)

Los austríacos esconden multitud de vidas paralelas en los sótanos. “Para nosotros el sótano tiene un significado que no existe en otros países, porque pasamos nuestro tiempo libre allí”, asegura Ulrich Seidl. Y él, desde luego, ha disfrutado del viaje a los abismos de sus compatriotas. Más allá de los chistes que puedan marcar esa nacionalidad —Freud y Hitler nacieron en el Imperio austrohúngaro—, cuyo eco resuena en la película, Seidl ha filmado un documental extraordinario, En el sótano, mostrando los secretos que le enseñan sus vecinos de esa parte de la casa: nazismo, sadomasoquismo, fetichismo por las armas, amor por la caza, maternidades ocultas. A Seidl, que en los últimos años se ha instalado en el altar de los autores europeos gracias a Import Export o su trilogía Paraíso, se le nota cómodo filmando esos secretos. “Sé que los sótanos son también lugares de crimen, de tortura y violencia, que poseen un terrible lado oscuro. Porque son sitios que albergan la privacidad además del disfrute del ocio. Para mí, como artista, es esencial volver a la realidad, y con este filme lo he logrado. Conocer a otras personas es muy enriquecedor, aunque no siempre placentero”.

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Seidl provoca tanta risa como miedo y disgusto en el espectador. Es desde luego un tono en el que él se encuentra cómodo. Y lo que muestra, lo encontrado, se mueve entre la sorpresa y el delirio. Para ello ha estado investigando, llamando puerta por puerta. “Necesité seis meses antes de poder empezar a filmar. Y reconozco que mezclo algo de realidad y ficción, como la mujer que juega con los muñecos bebés en su sótano. No es real, sino parte inventada”. Asegura Seidl que obviamente la mayor parte de las habitaciones que vio eran considerablemente vulgares, que lo que filma son casos puntuales. “Si el extremismo conforma el corazón de la película es porque creo que esos extremos en cierta manera son aplicables a todos nosotros. No somos inmunes al racismo, todos tenemos nuestros miedos”. Sí quiere alejarse de pedófilos austriacos famosos por tener en sus sótanos a chicas jóvenes secuestradas durante años, como Josef Fritzl o Wolfgang Priklopil. “No son mi inspiración, sino que la idea surgió durante la preproducción de Dog days en 2001, visitando localizaciones en los suburbios, viendo sótanos y conociendo gente que prefería su vida allí abajo que en las plantas superiores de su casa o en la calle”. Como Josef Ochs, que alberga ahí todo un museo de recuerdos y de exaltación del nazismo, y que emocionado cuenta cómo, hace 25 años, el mejor regalo del día de su boda fue un retrato de Hitler. Nunca vemos a su esposa. O Herr Lang, que ha montado una inmensa galería de tiro donde a los 70 años enseña a disparar a la gente mientras canta ópera apasionadamente.

Hay por supuesto espacio, y mucho, para el sexo. Desde una chica que dejó de ser cajera de supermercado para convertirse en feliz prostituta a una veterana masoquista o la relación que se lleva la palma: un matrimonio que disfruta de una relación sadomasoquista, en la que ella le domina él, ordenándole, por ejemplo, limpiar el cuarto de baño con la lengua o colgándole pesas en el pene mientras lava los platos. El inmenso y peludo señor Duchek pasea desnudo por la casa con un collar de perro como única prenda. Y en el sótano, como dice su esposa ante la cámara, es donde plasman sus mejores y más salvajes fantasías. La imagen de él colgado por su escroto de una grúa que va levantado poco a poco su pesado cuerpo —ajo que encima agradece a su “maestra”— es difícilmente olvidable. En el sótano se proyecta fuera de concurso en la Mostra de Venecia. Lástima.

El director estadounidense Frederick Wiseman en la Mostra de Venecia.
El director estadounidense Frederick Wiseman en la Mostra de Venecia.Ettore Ferrari (EFE)

Es también hoy el día en que Frederick Wiseman (Boston, 1930) recibe el León de Oro por toda una carrera. En su rueda de prensa ha hablado de la importancia de la lectura en su magnífica carrera como documentalista (“Empecé a leer a los cinco años y aún hoy lo hago mucho”), recordó cuándo se puso por primera vez detrás de una cámara (“En los años cincuenta, mientras vivía en París, y no había ningún interés previo. Volví a Boston a enseñar Derecho, pero no era lo mío”). Desde esos momentos a la actualidad van casi cuarenta filmes, y solo dos son de ficción. “Vivo alejado del resto del mundo del cine”, cuenta en Venecia. Eso sí, está contento con su trabajo, pero no ha sido fácil llegar hasta aquí. “Siempre me ha sido complicado conseguir dinero en mi carrera. Produzco mis películas porque nadie me ayuda con las financiaciones y hasta he cantado en la calle por unas monedas en Boston. Y las distribuyo por lo mismo”. Tampoco ha aceptado preguntas que ahondaran en su técnica, basada mucho en la observación y el montaje. “Desde que ruedo hasta que monto siempre me pregunto por qué hago lo que hago. No me interesa tanto la técnica, creo que el cine y el montaje tienen que ver con el humor que tengas en ese momento. Por eso no me gustan las entrevistas, prefiero que la gente vea mi trabajo”. Acaba de finalizar un documental sobre un barrio de Queens (Nueva York), “donde en muy poco espacio se hablan más de 60 lenguas, es la nueva cara de Estados Unidos”.

En concurso ha entrado hoy She’s funny that way, de Peter Bogdanovich, que ha reclutado a un montón de estrellas, empezando por Jennifer Aniston, pero que muestra que el maestro ha perdido el pulso, aunque no la sabiduría a la hora de escoger sus referencias, que salpican todo el metraje de una comedia que principalmente homenajea a Lubitsch.  Yambién lo ha hecho 99 homes, un thriller sobre desahucios por impago de hipotecas en Florida, con Andrew Gardfield intentando hacer carrera al margen de sus películas de Spiderman, y Michael Shannon como su maestro del mal. Está revisión del mito de Fausto está dirigida por el estadounidense Ramin Bharani, con ese estilo televisivo que no mostró en Un café en cualquier esquina (2005) pero sí apuntó en A cualquier precio (2012). La película está dedicada al fallecido crítico Roger Ebert, que en 2009 le calificó como “el nuevo gran director americano”. Después de ver este último filme, uno se pregunta si cambiaría de opinión, porque más allá de las buenas, buenísimas intenciones, de denunciar ese atraco nacional a la gente de la calle por parte de los bancos —como ha dicho el director, “es que nadie ha ido a la cárcel”— y algunas frases brillantes (Shannon espeta: “América está hecha por ganadores para ganadores”), poco más hay.

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Sobre la firma

Gregorio Belinchón
Es redactor de la sección de Cultura, especializado en cine. En el diario trabajó antes en Babelia, El Espectador y Tentaciones. Empezó en radios locales de Madrid, y ha colaborado en diversas publicaciones cinematográficas como Cinemanía o Academia. Es licenciado en Periodismo por la Universidad Complutense y Máster en Relaciones Internacionales.

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