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OBITUARIO

Yann Andréa, compañero inseparable de Marguerite Duras

El escritor francés fue su amante y secretario personal durante sus últimos 16 años de vida

Álex Vicente
Yann Andréa y Marguerite Duras, en 1981.
Yann Andréa y Marguerite Duras, en 1981. GERARD FOUET (AFP)

Para Marguerite Duras, él lo fue prácticamente todo: su último y más inesperado amante, su secretario personal e infatigable acompañante, su compañero de bebida y hasta su personaje literario favorito, cuya presencia espectral atraviesa la práctica totalidad de la obra de la escritora durante los ochenta y noventa. No es pues extraño que a Yann Andréa le costara existir cuando desapareció ese astro en torno al que se había acostumbrado a girar. Hacía años que el escritor francés, que fue hallado muerto a mediados de julio en su apartamento parisino a los 61 años, ya no era el que fue una vez. Había abandonado las banquetas del Café de Flore, de las que fue asiduo una vez, y conducía una vida eremítica, encerrado en el piso de Saint-Germain que Duras le dejó al morir. Semanas después, la causa oficial del fallecimiento todavía no ha sido divulgada.

Andréa descubrió a Duras a los 20 años, cuando estudiaba Filosofía en Caen, a un par de horas largas de Guingamp, la ciudad bretona donde nació en 1952. El flechazo literario fue inmediato. Decidió que no leería a nadie más durante el resto de su vida. En 1975 se acercó a una proyección de India song, la sexta película como cineasta de Duras, a la que había asistido para debatir con el público. Terminaron tomando copas con otros universitarios. Él le pidió su dirección parisina para cartearse con ella.

Tras cinco años en los que como mínimo le mandó una carta diaria —a las que Duras, según confesó, nunca tuvo intención de responder—, Andréa terminó desistiendo. La escritora se alarmó y decidió mandarle unas líneas. Acordaron encontrarse. Era el verano de 1980, el de los Juegos Olímpicos de Moscú y la huelga de Gdansk, y Duras se encontraba parapetada en su casa de Trouville, escribiendo una columna semanal para Libération. Duras ya era una escritora en la cumbre y una alcohólica reconocida, una dama de gafas gruesas y cuello de tortuga que vivía sola en un piso de catorce habitaciones, “envenenada por esos nuevos medicamentos llamados antidepresivos”. Su encuentro con Yann Andréa supuso la colisión de dos inmensas soledades. Una mañana de julio, Andréa se presentó en Trouville luciendo un pequeño bigote y un halo frágil, algo proustiano en su homosexualidad subterránea, que Duras, 38 años mayor, reconoció no ser capaz de entender. Pese a todo, cuentan que se acostaron a la segunda noche.

Yann Andréa escribió cuatro novelas parcialmente autobiográficas, en las que siempre planea la sombra de la escritora, de quien la crítica literaria le consideraría a menudo un simple mimo. Cuando se conocieron, él todavía respondía al nombre de Yann Lemée. Pero Duras, cual diosa creadora de vidas ajenas, decidió rebautizarlo. “Suprimió el apellido paterno. Mantuvo el nombre. Y añadió el nombre de mi madre: Andréa. Me dijo: ‘Con este nombre, puede estar tranquilo. Todo el mundo se acordará de él. Nadie puede olvidarlo”, escribió el autor en Cet amour-là. Más tarde, a través de su libro Yann Andréa Steiner (1992), también lo hebreizó, como tan bien sabía hacer esta judía imaginaria, que se consideraba víctima del perpetuo holocausto del amor.

Andréa se convirtió en su hermano incestuoso, con quien vivió una relación imposible durante 16 años. Su convivencia fue tormentosa, bañada en el alcohol y agriada por el carácter tiránico de Duras. “Llegó a la vida de Marguerite cuando ella estaba sin aliento”, escribió la periodista Laure Adler en su biografía de la escritora, Marguerite Duras (Anagrama, 2000). “Le dio ganas de escribir y de filmar su amor, su imposibilidad de amar. Yann la protegerá, la soportará. Yann se callará, encajando los golpes y los insultos”.

Como esos matrimonios franceses burgueses y chapados a la antigua, ambos nunca se tutearon. “Usted no es nada sin mí”, le dijo Duras antes de morir, el 3 de marzo de 1996. Tras su muerte, Andréa pasó dos años encerrado en su apartamento. Después solo abandonó el silencio cuando la ocasión lo requirió. Por ejemplo, para enfrentarse al hijo de Duras, Jean Mascolo, que pretendía editar un libro de recetas de su madre. El hijo biológico y el putativo se sacaron los ojos, hasta que el segundo consiguió que se prohibiera su publicación. Proscribir un libro es excesivo, le reprochó el periodista Bernard Pivot en su programa Bouillon de culture. “No cuando se trata de un mal libro”, respondió Andréa, obstinado protector de la herencia de Duras.

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Sobre la firma

Álex Vicente
Es periodista cultural. Forma parte del equipo de Babelia desde 2020.

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