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taquicardias
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

De chefs y playas pedregosas

María Porcel

Hay veces, muy pocas, en las que un programa de la tele te causa la misma sensación que un buen libro, que te recuerda a la de un buen helado. Quieres más, pero sabes que no se puede. Tienes que ir poco a poco, pero avanzas a toda prisa. Estás deseando que se acabe, pero al acabar te preguntas si no podrías volver a empezar… y ya no sería igual.

Eso pasa poco, y me ha ocurrido con MasterChef. Que quiero más helado. Y más cucharazos a boca llena de Pepe, y más borderías con sonrisilla de (¡ay!) Jordi, y más arrugamientos de nariz de Samantha, y hasta más superesessonorasss de Eva.

Confieso que no picoteé mucho de la primera edición, y eso que en casa eran forofas. Sabía del jovencillo prodigioso, de la señora cachonda de las alcachofas (ese alimento incomprensible para mí), del humilde ganador. Poco más. Pero esta edición me la he bebido trago a trago.

Han sabido prepararla con gusto, sí señor. Que si el programa más exitoso, que si miles de aspirantes, que si había tomate entre la presentadora top y el chef guapito. Qué listos. Y luego, un casting tan malo que no se dieron cuenta ni ellos. Si el año pasado no sabías quién se inventaba la mejor arena de tomate (¿la arena no rechina en los dientes?) o el mejor ravioli de guachiflú, este, y ahí ha estado lo salado del asunto, no sabían ni pelar una patata. Perdón, una papa, como diría Cristóbal.

Porque yo quería que ganara Cristóbal, por supuesto, cosa que ya no va a suceder. ErCristobah, como le conocen en su casa y en su pueblo que, ¡tachán!, es también el mío. Bueno, suyo sí que es, que para eso tiene en nuestra Torrenueva su Casa Cristóbal, con esas migas que requieren siesta posterior por recomendación médica, pero mío es casi y de adopción, que llevo toda la vida retozando en sus bellas playas cuajaditas de pedruscos y medusas. Y tan contenta, que para yates y bronceados naranjas ya hay ibizas y marbellas y yo con La Torre (como llamamos con cariño al pueblecico) me conformo. Ahí glamur, lo que es glamur de verano, hay poco.

Porque, aunque remoce la carta y en vez de sardinillas fritas ahora sean “marinadas sobre piriñaca y alioli de pera”, no veo yo el yate de los Thyssen desembarcando allí (ahí solo embarcan y desembarcan hidropedales y barquitas de pescadores) ni que los Reyes paren a probar el salmorejo con crujiente de ibérico de camino a Aguamarga. Majestades, es muy fácil, se llega por la misma carretera, una nacional penosa, al final del pueblo giran a la derecha y estarán en la puerta.

Cristóbal, si me lees, podías invitar a pasarse a Jordi Cruz. Aunque sea por curiosidad profesional, ¡sí, chef! Yo echo una mano y le hago un tour personalizado. Mejor sin novias ni modelos ni nada. Vaya que se les claven los tacones en los chinos de la playa.

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Sobre la firma

María Porcel
Es corresponsal en Los Ángeles (California), donde vive en y escribe sobre Hollywood y sus rutilantes estrellas. En Madrid ha coordinado la sección de Gente y Estilo de Vida. Licenciada en Periodismo y Comunicación Audiovisual, Máster de Periodismo UAM-EL PAÍS, lleva más de una década vinculada a Prisa, pasando por Cadena Ser, SModa y ElHuffPost.

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