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un verano decadente

Wagner y el silencio en Ravello

El pabellón del músico es un encaje de piedra, muy acotado por las hortensias y crisantemos

Vista de los jardines de Villa Rufolo en Ravello.
Vista de los jardines de Villa Rufolo en Ravello.

En medio de los jardines de Villa Rufolo, muy acotado por las hortensias y los crisantemos de otoño, está una construcción bastante modesta, casi diríase que pobre frente a la imponente mole de la torre pregótica o la galería de las ojivas, un verdadero encaje de piedra, que es donde se dice sale el fantasma de una dama de blanco. Se trata del que comúnmente se llama Pabellón de Wagner. Ahora alberga ocasionalmente la oficina de prensa y relaciones públicas del festival de Música y Danza de Ravello (uno de los de más solera del sur de Italia y por donde han pasado a dar su arte todos los artistas más importantes de nuestro tiempo, de Toscanini a Bernstein, o de Rostropovich a Nureyev), pero durante un largo segmento del año, el pabellón está tan cerrado como en silencio, y es precisamente silencio lo que buscó el músico alemán cuando pidió un sitio fuera de las agitadas estancias del palacio para componer. Mucho han discutido biógrafos y melómanos de cuánto y qué compuso Wagner exactamente en Ravello. Hoy, creo que ese detalle es lo que menos fatiga. Silencio que llega hasta la silueta de los cipreses, el deambular de los gatos (verdaderos nobles dueños del lugar) y que, en su discreto discurrir, acompañó a tanta gente notoria, de Virginia Woolf a Greta Garbo, de Sara Teasdale a Gore Vidal. “Ravello es carne de literatura y cambia la vida a todo el que lo pisa”, dice Nicola, que es quien sabe todo de Villa Rondinaia, el fabuloso y acogedor palacio que compró Gore Vidal y del que desprendió, con dolor, en 2003. Los americanos y los ingleses hicieron suyo este sitio. El Golfo de Salerno era desde antiguo un sitio para ser cantado. Sus vistas, los limoneros de Amalfi, los tallistas del coral, una permisividad no explícita que flotaba en el ambiente.

Greta Garbo y Leopoldo Stokowski iniciaron aquí un romance

El pabellón de Wagner por dentro es un aséptico espacio que se ha modulado como unas oficinas modernas. Si alguien insiste, se lo enseñan y por lo regular, hay rostros de decepción, pues si se quiere encontrar algo del pasado, hay que pasar la palma de la mano por la frágil piedra arenisca (algún polvillo se retendrá) y respirar profundo, buscarlo en el aire. La escalera es la original, lo mismo que las jambas talladas con volutas moriscas. Habrá que buscar entonces el pálpito en otro sitio de la vasta superficie ajardinada, tras los parterres que cortan con el acantilado y dejan ver las coronas de los pinos delante y el golfo detrás, más abajo, como un telón magnífico cuando hay luna llena. Esos jardines tienen en sí mismos tanta historia como todo lo demás: poco antes de 1920 Vita Sackville-West, cuando paseó su tórrido amor con Violete Trefusis por este paisaje, trajo hasta aquí semillas florales y consejos sobre los rosales (de eso ella sabía muchísimo y lo había puesto ya en práctica en el castillo de Sissinghurst que aún se visita hoy precisamente para admirar su trabajo paisajístico), e hizo lo mismo en la vecina Villa Cimbrone: sembrar; una experta jardinera que estuvo a punto de comprarse un castillo en ruinas en la cercana isla de Giglio, donde acuñó su legendaria expresión: “¡Oh Italia mia adorata!”.

Cancion nocturna en Amalfi, de Sara Teasdale

Le pregunte al firmamento estrellado

Que podría darle a mi amor

Me respondió con silencio

Silencio allá arriba

Le pregunte al mar oscuro

Allá abajo donde los pescadores van

Me respondió con silencio

Silencio allá abajo

Oh, pudiera darle llanto

O pudiera darle una canción

¿Pero cómo darle silencio

Toda la vida?

Traducción de Isel Rivero

El enorme escenario festivalero se coloca de espaldas a esa vista opulenta, y allí ha sonado muchas veces Parsifal. Compases de Parsifal más o menos expresamente redactados aquí, Wagner hizo música en casi todo su viaje a Italia. Hay cartas suyas de 1880 desde Nápoles, Siena y hasta de Venecia saltando Ravello. Escribía epístolas todos los días, ya fuera al rey Luis II de Baviera o a Friedrich Feustel, entre otros: “En Italia puedo pasar una costosa temporada que, en razón del clima, para mi salud es importante (…) Por ahora solo pienso en prolongar mi estada, aquí, dado que mi extraordinario médico local me aconseja seguir tomando baños de mar, seriamente necesarios para mi salud”. Esto lo escribió desde Nápoles en 4 de marzo. El 10 de abril estaba ya en Ravello acompañado de un amigo reciente, el pintor ruso y trotamundos Paul von Joukowski; ellos se habían conocido en enero de ese mismo 1880 en la Villa d’Angri napolitana, desde donde se volvieron inseparables hasta volver a Bayreuth, no se sabe bien si cuesta arriba o cuesta abajo, porque en esa parte del mundo la orografía es muy caprichosa y el sol, castigador siempre presente, te hace el efecto húmedo de una costosa ascensión. Nicola asevera que “aquí realmente no hay invierno, hasta en enero el aire puede ser caliente, como un terral”. Joukowski, que era un admirador fanático de Piranesi, hizo en Ravello bocetos y dibujos que atestiguan esa influencia. Los jardines de Villa Rufolo, entonces más asilvestrados, lo envolvieron, lo mismo que a Wagner, que en el voluminoso cuaderno testimonial de los visitantes escribió en el mes de mayo: “El jardín encantado de Klingsor ha sido encontrado”. Como Joukowski no era escenógrafo, recurrió después a los hermanos Max y Gotthold Brückner, que se esmeraron en trasladar a la cuadrícula escénica las ideas y apuntes del ruso, donde se evoca no solamente Villa Rufolo, sino se trufa con la catedral de Siena y otros monumentos que se fueron encontrando, Italia arriba. Siempre se cita también al compositor noruego Edvard Grieg, que exploró las cuevas de Ravello y ahí asentó el fermento del Peer Gynt. Las cuevas fueron también visitadas por los huidizos Leopoldo Stokowski y Greta Garbo; ellos se conocieron en Ravello y específicamente en Villa Rufulo, y eran tan insoportables e irascibles ambos, que tuvieron un romance. La Garbo no quiso volver nunca, y Gore Vidal lo intentó varias veces con los más variados anzuelos, desde el sabor de los tomates secados al sol a la música.

Una imagen de Villa Rufolo.
Una imagen de Villa Rufolo.Peter Frank (Cordon Press)

Esa lista infinita que abarca desde el pintor español Joan Miró al holandés Escher (que también tenía allí casa y que pintó muchas vistas), se remonta a Turner y a D. H. Lawrence, que escribió allí parte de El amante de Lady Chatteley: ese silencio proverbial los ayudó, junto a una belleza que se mantiene intacta: Boccaccio la cantó. “Los escritores vienen y aquí no pueden parar de escribir, mira lo que les pasó a André Gide, a Paul Valéry y a Graham Greene, a Tennessee Williams y a Gore Vidal”, señala Nicola, que me lleva hasta “la parte moderna de este mundo, pero igualmente hermosa”. En la ladera contraria al mar y a Villa Rufolo está el recién terminado auditorio nuevo de la música dibujado por Oscar Niemeyer. El arquitecto brasileño regaló el proyecto a Ravello, y tardó en hacerse. Tiene pocas butacas (las más confortables del mundo diseñadas expresamente y en exclusiva por Poltrona Frau), la orquesta tiene como decorado una cristalera que apunta al valle y la construcción en sí es un inmaculado susurro de hormigón que penetra en la roca y la floresta, una caricia blanca al mismo paisaje que no parece haber sido vulnerado.

Los jardines son una herencia de las semillas de Vita Sackville-West

Entre las muchas fotos que ilustran las memorias de Gore Vidal hay dos tomadas en Ravello que son los dos puntos de un largo recorrido; las separan 56 años. En la primera de 1947 Gore y Williams están eufóricos junto a la entrada del Palazzo Rufulo con el viejo jeep de quinta mano que compraron para recorrer Italia; en la otra de 2003, Vidal está, serio y cojo, en un pasillo de Le Rondinaia con todo embalado, cientos de cuadros, 8.000 libros: se iba para no volver a su amada Ravello, se llevaba el recuerdo de su gata blanca, el felino callejero que un día llegó a la villa para quedarse y que ahora parece estar reencarnado en muchos de esos gatos errantes del jardín, para algunos el mágico de Klingsor, nombre nada común que hoy bautiza desde una especialidad gastronómica a un hotel decadente y donde impera el tranquilo silencio de la poeta suicida, el silencio que espera por la música.

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