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SILLÓN DE OREJAS

Sobre paseos y paseantes

La precariedad de un oficio como la literatura está afectando de manera grave a los escritores

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Verano (“violín rojo / nube clara, / un zumbido / de sierra / o de cigarra / te precede”, así lo caracterizaba Neruda en una de sus más vibrantes Odas elementales): tiempo para la calma, para la pereza, al menos según se empeña el imaginario colectivo. Tiempo también para (re)descubrir la ciudad: para pasearla. Como nos recuerda Carl Honoré (el autor del Elogio de la lentitud, RBA) en su prólogo al brevísimo Manual del buen paseante (Kalandraka), del ilustrador Raimon Juventeny, a diferencia de las ciudades norteamericanas, donde todo el mundo va a todas partes en coche, las ciudades europeas son anteriores a la era del automóvil, por lo que están diseñadas a escala humana, a escala del viandante. Bien es verdad que aquí también se está perdiendo el arte de pasear. Casi nadie lo hace ya por mero placer: el flâneur, ese observador impenitente y curioso de la modernidad —descrito por Baudelaire y perfeccionado por Hessel y Benjamin— se ha convertido en un raro, a menos que se trate de un jubilado, a quien se le tolera el paseo despreocupado como premio de consolación a una vida laboral extinguida. El éxodo veraniego, que despuebla la ciudad como la purga lo hace con el intestino doliente, debería invitar al paseo, a recorrer con parsimonia ámbitos que la premura o la rutina a menudo nos esconden. Pasear puede hacerse solo o (bien) acompañado, pero siempre receptivos al encuentro fortuito con otros paseantes igualmente curiosos, como aquel Apolodoro que, de camino a Atenas desde su casa portuaria de Falero, es abordado por su amigo Glaucón, deseoso de informarse de qué se dijo acerca del amor en la más célebre (y todavía emocionante) sobremesa de la historia de la filosofía occidental. A pasear pensando con flotante atención en lo que vemos (el mundo), abiertos siempre a todas las sugerencias de la calle, a los más leves sobresaltos de la conciencia, invita también Montaigne, uno de esos clásicos cuya obra, a la vez fluida y lenta, es lectura ideal para los atardeceres perezosos del verano, cuando sopla la brisa suave que alivia al paseante y al lector pero sólo puede estremecer al trébol. Antoine Compagnon, que prologó la edición (1595) más fiable de los Ensayos (Acantilado, 2007) y sabe sacar partido a sus habilidades como comunicador, ha reciclado sus populares charlas radiofónicas veraniegas sobre la obra del pensador en Un verano con Montaigne (Paidós), un libro que en Francia se encaramó en las listas de más vendidos de no-ficción. La fórmula es sencilla: 40 capítulos de menos de tres páginas en los que, a partir de uno o dos párrafos extraídos de los Essais, se glosan otros tantos asuntos desarrollados por el maestro, siempre orientados a lo que se ha dado en llamar el “arte de vivir”. En todo caso, lo de Compagnon resulta algo mucho más leve, para entendernos, que lo que ya había hecho Sarah Bakewell en un ensayo también muy legible, pero de mucha mayor enjundia, que en castellano recibió el prolijo título de Cómo vivir o una vida con Montaigne en una pregunta y veinte intentos de respuesta (Ariel, 2011). Por lo demás, para lectores ultraperezosos, Taurus ha publicado De la amistad, un pequeño volumen que reúne una selección de textos provenientes de los Ensayosen los que se incluye, entre otros, el estupendo ‘De los libros’, dedicado a esos objetos cuya frecuentación el maestro francés ponía por delante de las otras dos relaciones más importantes de su vida: las “mujeres bellas y honestas” y las “amistades raras y exquisitas”. Y recuerden que, como afirma el ya citado Juventeny en uno de los veinte consejos ilustrados de su librito, “el buen paseante disfruta mirando la forma de las nubes”. Quizás, al fin, ese paseante urbano y veraniego que podríamos ser usted o yo no sea más que otro avatar de aquel enigmático extranjero que se apasiona por “las nubes que pasan allá abajo, las maravillosas nubes”, por poner punto final con Baudelaire. 

Griego

Hay otros paseos asociados a muy diferentes contemplaciones y lecturas. Acercarse, por ejemplo, al Museo del Prado a una hora intempestiva —cuando los turistas aún no han adoptado su condición de horda y cada uno duerme la plomiza siesta de sobremesas arroceras menos apasionantes y platónicas— para comprobar en la exposición El Greco y la pintura moderna la sugestión hipnótica que la obra del cretense ejerció sobre algunos de los pilares de la modernidad. Y, aún más: para poder contemplar en vivo esos prodigios de color, luz y temperatura que son el Laocoonte de la National Gallery (Washington) o La visión de San Juan del Metropolitan (Nueva York), dos obras maestras que podrían haber inspirado el entusiasmo pictórico de Alberti: “Aquí, el barro ascendiendo a vértice de llama, / la luz hecha salmuera, / la lava del espíritu candente”. En cuanto a las novelas que tuvieron al gran pintor de Toledo como personaje, no había leído nada interesante desde aquella olvidada El griego (Planeta, 1985), de Jesús Fernández Santos, hasta que cayó en mis manos la estupenda El poeta y el pintor (Alfabia), de Ana Rodríguez Fischer. La historia se centra, en realidad, en Góngora y en un conjeturable encuentro del poeta con El Greco —ya cercano a su muerte— en el Toledo del XVII. Pero no se trata —para nada— de una narración histórica, sino más bien de una fluida y breve novela de ideas —y de confrontaciones estéticas— perfectamente organizada y escrita con primorosa fluidez y sentido de la visualización, y tras la que se adivina un concienzudo y largo trabajo de investigación, composición y poda. 

Pobres

Existe otra clase de paseos. Los de los desempleados o de los que, sin estarlo, no tienen otras posibilidades de esparcimiento. El de la mayoría de los escritores, por ejemplo, a quienes la crisis ha aproximado aún más a la temida precariedad de un oficio donde, a menos que se sea una estrella literaria o un bufón de los medios, las compensaciones son escasas y más bien espirituales. De los de aquí no dispongo de más datos que los que proporciona la observación empírica, pero es evidente que el grueso de los escritores españoles cada vez gana menos y se subemplea más, entre otras cosas porque los “bolos” que completaban tradicionalmente sus exiguos ingresos se han volatilizado o se pagan a precio de material de derribo. Quizás den una idea aproximada de la situación las cifras que llegan de Reino Unido. Según un estudio de ALCS (Authors Licensing & Collection Society), en 2013 el ingreso medio anual de un escritor profesional fue de 11.000 libras brutas (unos 13.800 euros), un 29% menos que en 2005. Una cantidad bastante alejada, en todo caso, de las 16.850 libras necesarias para alcanzar lo que en Reino Unido se considera un ingreso individual “adecuado” (minimum income standard). Lo cierto es que los escritores, auténtica piedra angular de la cadena del libro y origen y fundamento de todo el negocio, cada vez obtienen un pedazo más pequeño del gran pastel de la edición. Y es que, al parecer, aún hay gente que cree que la literatura de un país la hacen sólo los autores que se forran.

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