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El tren que paró la matanza

La historia del vagón del armisticio de 1918 en Compiègne que puso fin a la Primera Guerra Mundial

Jacinto Antón
Firma del armisticio (el original está en el maletín que porta Foch) el 11 de noviembre de 1918 en el vagón 2.419D.
Firma del armisticio (el original está en el maletín que porta Foch) el 11 de noviembre de 1918 en el vagón 2.419D.

Los trenes tuvieron su parte de responsabilidad en la I Guerra Mundial: fueron fundamentales en la movilización de tropas —uno de los factores que hizo imparable la contienda— y luego continuaron llevando carne de cañón fresca hasta las trincheras. Es curioso, por tanto, que fuera en un tren donde acabó la guerra.

Son muchos los trenes famosos, el Transiberiano, el Orient Express, el de Pancho Villa o el que atravesaba el puente sobre el río Kwai. Pero seguramente ninguno de sus vagones ha sido tan importante en la historia como el del tren del mariscal Foch utilizado para la firma del armisticio que puso fin a la gran carnicería de la Gran Guerra. En ese vagón desde luego no se gritó la mítica “¡Más madera que es la guerra!” como en el tren de los Hermanos Marx (donde tampoco se hacía), sino muy al contrario.

Era el 11 de noviembre de 1918 y a las 5 horas y 12 minutos de la mañana los plenipotenciarios aliados y alemanes acordaban en el vagón el silencio de las armas tras 1.560 días de la peor guerra que había visto el mundo. El armisticio no entró en vigor hasta las 11 horas pero entonces dio lugar a una inmensa oleada de alegría y alivio. “Te escribo con lágrimas en los ojos”, anotó un soldado francés expresando el sentimiento de millones. “Me he enterado del fin de las hostilidades, el final de esta terrible guerra, es el mejor día de mi vida”. La historia del acto de la firma y la del vagón y su extraño destino —Hitler lo volvió a utilizar, como revancha, para otro armisticio, el del 22 de junio de 1940, tras vencer a Francia—, merecen ser recordadas este año del centenario del inicio de la Gran Guerra.

Llovía a cántaros el otro día en Compiègne —como lo hacía aquel 11 de noviembre de 1918— mientras un grupo de visitantes abandonábamos contritos la seguridad del autocar para adentrarnos en los bosques desde el aparcamiento a fin de llegar a la zona conmemorativa del armisticio. Era un desazonador y húmedo fastidio pero pensándolo bien resultaba una buena manera de recordar el barro y la miseria de las trincheras. Lo revivió intensamente sin duda un portugués que tropezó en un bajo cercado de alambre para desplomarse con toda su humanidad en el barrizal componiendo una imagen digna del ataque de los fusileros reales galeses en Passchendaele.

Hitler lo volvió a utilizar como revancha tras su victoria en 1940

Atravesamos el Claro del Armisticio, una gran rotonda similar a la plaza de l’Etoile de París, y sus monumentos, con la premura de un avance al descubierto para refugiarnos en el museo. En el interior del edificio el visitante se encuentra con un antiguo vagón ornado de banderas francesas y flanqueado por lanzas con pendones. Por las ventanas se puede ver una mesa en la que se indican los nombres y la situación de los firmantes del armisticio. Pese al impacto que provoca, no es el vagón real de la firma. El vagón original, el número 2.419 D de la Société des Wagons-Lits convertido en despacho móvil de Foch, fue destruido por un incendio en otro bosque lejano, el de Turingia, donde había sido trasladado desde Berlín tras llevárselo los alemanes en 1940. Según una versión, lo destruyeron las SS por orden de Hitler para evitar que volviera a ser usado en otra rendición…

La extravagante elección de un vagón y de un bosque en Compiegnes en 1918 se explica por la voluntad de Foch de firmar el armisticio en un lugar discreto, al amparo de la mirada de los curiosos y de la (merecida) animosidad que los franceses podían mostrar hacia los enviados alemanes. El mariscal Foch hizo llevar su tren especial que empleaba a menudo como puesto de mando a un discreto ramal ferroviario con dos vías paralelas que se había usado para trasladar artillería al frente del Oise. En una se estacionó el tren del comandante en jefe aliado, de diez vagones, incluido el susodicho vagón-salón 2.419 D, y en la otra el que llevaba a los representantes alemanes. Estos habían realizado un largo y peligroso (y melancólico) viaje: tras cruzar las líneas en coches propios fueron trasladados a automóviles franceses que los llevaron hasta el tren puesto a su disposición. Un tren con cierta mala baba, pues incluía el vagón-salón del emperador Napoleón III, un guiño al desastre de Sedán y una sutil forma de revancha sobre la derrota de 1870.

El 8 de noviembre el tren que lleva a los alemanes se detiene en la vía paralela al de Foch. Los cuatro representantes del país derrotado descienden y cruzan cariacontecidos los 60 metros que los separan del vagón 2.419 D. Allí se reúnen con la representación aliada y el mariscal, que no se muestra precisamente simpático, por no decir que está bastante borde. El general Weygand lee las duras condiciones del armisticio: retirada hasta el otro lado del Rhin y entrega de toda la flota y numerosas armas. El secretario de Estado Ezberger se indigna. El capitán de navío Von Vanselow —que se queda sin barcos— llora. Tras tres días de reflexión en su tren, consultas con su Gobierno y la amenaza de Foch de atacar en Lorena, los alemanes regresan al vagón y firman lo que haga falta. Foch se limita a decir “muy bien”, y se marcha.

Durante años el sitio permanece abandonado y el vagón de la firma se exhibe en París, en el patio de los Inválidos. El 11 de noviembre de 1922 se inaugura la monumentalización del espacio. Los lugares en que se aparcaron los trenes quedan señalados, se crea una Vía de la Victoria y se instalan varias obras conmemorativas. En 1927 se completará el lugar con la instalación del vagón y la construcción de un museo para albergarlo.

Al firmar, el capitán Von Vanselow, que se queda sin barcos, llora

Hitler, que consideraba una humillación y una provocación el despliegue de Compiègne, acudió en persona, y más contento que unas pascuas, el 21 de junio de 1940 al calvero del armisticio, donde, además de llenarlo todo de esvásticas, había hecho colocar de nuevo el vagón —tras sacarlo del museo, que fue derruido— para que se firmara la rendición francesa. Luego ordenó que el vagón fuera llevado a Alemania.

Con la liberación, las tornas volvieron a cambiar. Se celebró una “ceremonia de purificación”, se reconstruyeron los monumentos destruidos y se edificó el museo actual, en el que se instaló un vagón de la misma serie que el exiliado y destruido. El lugar se ha ido enriqueciendo desde entonces con otros monumentos y recuerdos, entre ellos restos del vagón original, como los pasamanos, recuperados en el lugar del incendio en Alemania. Además del vagón de pega, se pueden ver sendas exposiciones sobre las dos guerras mundiales, con cascos, armas, maniquíes en uniforme e infinitud de otros objetos, algunos tan apasionantes como un fragmento de la hélice del Vieux Charles —el aeroplano Spad S VII del gran as Georges Guynemer—, el banderín del general Pershing o ¡el tintero de Foch!, que a estas alturas ya debe de estar seco.

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Sobre la firma

Jacinto Antón
Redactor de Cultura, colabora con la Cadena Ser y es autor de dos libros que reúnen sus crónicas. Licenciado en Periodismo por la Autónoma de Barcelona y en Interpretación por el Institut del Teatre, trabajó en el Teatre Lliure. Primer Premio Nacional de Periodismo Cultural, protagonizó la serie de documentales de TVE 'El reportero de la historia'.

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