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EXTRAVÍOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Luz

Diseñar un jardín puede compararse a pintar un cuadro

"Me hago viejo. Ha llegado el momento de concentrarme en mi propio jardín”. Es lo que supone la escritora germano-británica Eva Figes (Berlín, 1932-Londres, 2012), en su novela La luz y Monet en Giverny (Antonio Machado), que pudo decir este pintor, nacido en 1840 y muerto en 1926, a su amigo, el escritor y crítico de arte Octave Mirbeau (1848-1917), cuando paseaban juntos por el jardín que amorosamente diseñó el primero en la localidad de Giverny, donde se refugió durante el último tramo de su larga y fecunda vida. Se había instalado allí, en el ribazo entre dos afluentes del Sena, en 1890, y, desde aproximadamente 1914, se enclaustró sin salir de este pequeño paraíso a medida hasta el momento de su muerte.

Diseñar un jardín puede compararse a pintar un cuadro, pero cuidarlo, ¡ojo!, es una performance sin más fin que el del eventual jardinero. Es, por así decirlo, una conversación limitada: mientras dura; su reconstrucción es otra cosa: arqueología, simulacro. En este sentido, cuando un pintor de paisaje decide, sin dejar de pintar, hacerse un jardín, es porque le interesa tanto pintar —está tan concentrado en ello, como afirmó Monet— que ya no desea terminar un cuadro. Este es el maravilloso drama, que trata de narrar Eva Figes en su novela, mediante una sucesión de 12 capítulos que se corresponden con los respectivos momentos de un día cualquiera de Monet en Giverny, desde antes de amanecer hasta el crepúsculo, y en una fecha indeterminada, pero que podemos emplazar aproximadamente en vísperas de la Primera Guerra Mundial. Por aquellas fechas, Monet estaba hacia el ecuador de su séptima década de vida, ya había alcanzado una fama internacional, era económicamente más que solvente y veía crecer a su alrededor una creciente prole de nietos. Es importante hacerlo notar, porque Figes entrecruza, en su relato coral, el vector vertical de la introspectiva memoria del pintor con el horizontal de quienes le acompañan: familiares de tres generaciones, amigos y admiradores. De manera que nos encontramos oyendo dos sonidos: el pausado, grave y profundo que ahonda en la conciencia íntima rememorativa del pintor, y el tenue, pero homogéneo y constante, zumbido del enjambre de los corifantes.

¿Estamos, por tanto, ante el drama de un héroe solitario y sus comparsas que le dan la réplica? Puede contarse así, pero con manifiesta superficialidad, porque los llamados héroes gestionan un destino que le es indeclinablemente impuesto. Acreditan un protagonismo relativo, como reacción ante el imprevisto hado. Pues bien, el hado de Monet fue la luz: cómo responder ante sus instantáneos requerimientos mudables, cómo registrarlos, cómo representarlos, cómo, en fin, fijarlos. ¡Menudo drama ese de grabar espacialmente el paso del tiempo en su más sutil temblor brillante!

“Vivimos en una nube de luz en continua transformación, una especie de envoltura. Esto es lo que yo intento atrapar”. Tal es lo que Figes pone en labios de su imaginado Monet, casi una transcripción literal de su pensamiento, y, claro, asimismo, de su arte. En otro momento, centrándose ya en la vejez del pintor, se aventura la autora —y con razón— a señalar que el artista que se despedía de la vida prefería abordar la luz al alba y al crepúsculo, porque solo entonces se “la apreciaba como la ilusión que en realidad era”. Pero es, en el último párrafo de su novela, cuando relata los últimos patéticos momentos del pintor, los de un ya casi ciego Monet, y que, no obstante, se mantiene impertérrito en su obsesión por desvelar el misterio de la luz, cual un viejo loco, donde Figes se lanza a abrazar su desvarío: “¿Sucedió esto ayer o hace cien años? Las estrellas reflejadas en el espejo del agua le dan la razón: su luz traspasa la vida, la muerte y la eternidad”.

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