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Ferrero escritor, Ferrero escribidor

'Doctor Zibelius' está llena de metáforas sin sentido, porno trotón y diálogos a base de frases vacías

En los primeros años ochenta se intentó lo imposible. Que todo aquello que de forma inmediata y más o menos espontánea sucedía en la música, el cine, la pintura o el cómic. Ese hazlo tú, hazlo mal, rápido, distinto pero tuyo sucediera con los literatos. El napalm punk ya era solo colorines y petardeo. Cualquier fantoche podía ser una estrella. El rollo era tener algo que decir por encima de saber decirlo. Lo lúdico y lo tangencial aplastaba y deshuesaba lo pretencioso, profundo o comprometido. Carlos Saura, Paco Ibáñez, Lola Flores, Camilo José Cela o José Luis Uribarri eran una buena broma para los nuevos cachorros. En aquel Mundo de Oz, Dorothy se encontraba a Almodóvar, a la chica de ayer y a Isabel Preysler del bote de Colón. A Mariscal y a Makoki y a tontainas creyendo ser Andy Warhol porque sabían hacer fiestas en su casa. Pero en los libros los trajes de solapa, los imperdibles y Tino Casal no funcionaron. Los libros españoles para los lectores españoles eran, son y, me temo, serán en unos casos ladrillos y en otros del nivel de ‘te apruebo porque se nota que has estudiado’.

En ese arcádico mundo de Oz cada seis meses, coincidiendo con la campaña de El Corte Inglés, se nos aseguraba que se había cazado al elefante blanco de la nueva narrativa española. En el fondo era un poco como el papel con la mancha negra que recibían los piratas condenados en La isla del tesoro. Mal negocio para los elegidos. Más allá de salir en revistas de tendencias, un adelanto editorial de narices y una invitación a La Edad de Oro para visionar la première de un corto inspirado en La dama y el vagabundo de Ceesepe, estabas muerto, chaval. El punto negro le tocó a Loriga, a Mañas, a Casavella… Nada funcionó y todos deambularon como niños perdidos en esa sala de autopsias llamada nueva narrativa española. Su labor era imposible. No venían de ninguna tradición, pues el boom la había deglutido enterita. El nuevo autor debía crear todo desde nada. Eso no lo consigue ni el talento que algunos ostentaban (otros, simplemente pasaban por allí o su papá llevaba chaqueta de pana).

A Jesús Ferrero también le tocó el punto negro. Fue de los primeros. Corría el año 1981 y publicó Belver Yin. Tenía muchos puntos desde nuestro complejo cateto: nacido en Zamora, había vivido en París, donde estudiaba y trabajaba, llevaba la cabeza rapada y su libro no hablaba de la Guerra Civil sino de otro mundo, otras coordenadas, libre de ataduras. Era casi lógica su elección del semestre. Su trayectoria literaria fue otra que no la de abanderado. Fiel a su estilo y su esencia sobre cómo deben ser contadas las historias, Ferrero fue publicando con regularidad y fue ganando premios en novela y ensayo. Gran parte de la crítica alabó una de sus últimas obras, El hijo de Brian Jones.

Las escenas de sexo ni asustan ni excitan, ni importan ni molestan: no tienen sentido y no son lo que pretenden: ni perversas ni pasionales

Con Doctor Zibelius Ferrero ha ganado el Premio Logroño de Novela. Es una incursión en un género ya muy renqueante desde la irrupción de lo audiovisual. Uno de los logros de la novela es capturar personajes y atmósferas que te llevan al siglo XIX cuando estás leyendo nuestros años setenta en París y ochenta en Madrid y Barcelona. Un mundo atemporal. Zibelius es una eminencia que hereda de su padre unos estudios que permitirán la inserción de cerebros en cuerpos distintos. Ese planteamiento y su desarrollo, lo más dificultoso a priori del autor para con el lector —con referentes egregios: de Mary Shelley al mito de Pigmalión o Poe—, es de lo que sale mejor parado Ferrero. También del personaje Zibelius. Si le quitas algunos tics Fu Manchú y de dandi de catálogo Fnac, puede considerarse el único, casi, personaje verosímil de la novela. También acierta el autor con que una parte importante del conflicto del libro sea el extrañamiento, la imposibilidad, la lucha de aceptar un cuerpo que no es el suyo y de si es posible conciliar la memoria de la piel con la del recuerdo. También hay un último giro trasladando la acción a Barcelona que hace tramitar con oficio el argumento. Pero aquí se acaban las buenas noticias.

En Doctor Zibelius el estilo literario de Ferrero tiene dos frecuencias. La sencilla y directa, sin capacidad para sugerir o evocar, muy de hacer que discurra la acción y no me pidas más. En la que nada brilla, pero el argumento pasa páginas. La segunda frecuencia se le enciende cuando quiere que ese estilo sea brillante, provocador, lírico y no se sabe qué más. Aquí asistimos al naufragio de metáforas sin sentido, imágenes sacadas de cómics, porno trotón y a personajes que dialogan con frases vacías, actuando como robots sin peso ni razón, sin erotismo o dolor, en una línea, que, a veces, bordea lo irrisorio. A ratos, uno piensa en la ironía y ojalá sea así, pero me temo que no. El flechazo de Rosana y Claudio (el ¿brillante? cronista de las noches madrileñas) y su declaración otorgaría credibilidad a un culebrón mexicano. Las escenas de sexo ni asustan ni excitan, ni importan ni molestan: no tienen sentido y no son lo que pretenden: ni perversas ni pasionales. Uno para insultar no dice “ramera”, “ninfómana” o “canalla”… A menos que tengas más de 150 años. El episodio Pasolini del amigo de Zibelius, Marcovi, es de sacar el pañuelo y hacer la ola porque lo de llamar a un puto “hijo de la noche…”.

Uno tiene la tentación de creer que suprimiendo eso, evitando ese sobreactuar lingüístico y ese hacer anormal lo que es normal (el sexo, las relaciones, el extrañamiento), la novela podía leerse de otro modo. El argumento salvado está ahí. El oficio. Pero después de treinta años es obvio que Ferrero decide cuándo quiere ser escritor y cuándo escribidor. El pelaje de la cola y esas cosas. Y que eso tiene sus riesgos. Aunque igual todo es ironía, homenaje y crítica soterrada y el tonto soy yo que no entendí la broma.

Doctor Zibelius. Jesús Ferrero. Algaida. Sevilla, 2014. 256 páginas. 18 euros

 

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