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CORRIENTES Y DESAHOGOS
Columna
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Las caras pintadas

Antes de pintar en las cavernas, el hombre primitivo se pintó el cuerpo. Antes de empezar los partidos, el hincha conspicuo se pinta, por lo menos, la cara. En una y otra acción no hay nada del body art que creó Martín López (“Chupete”) y practicaron tanto Yves Klein como Bruce Nauman, pero sí mucho de pasión por todo el cuerpo.

Merleau Ponty decía que las expresiones del cuerpo y notablemente del rostro no son signos a interpretar sino el significado mismo. La ira no se representaría en un gesto sino que “eso” sería la ira. Del mismo modo, no es que los aficionados se maquillen con los colores del equipo para manifestar su adhesión sino que ellos son equipo. He aquí pues la gran diferencia que el siglo XXI presenta en los estadios o en las mil pantallas. Una red social comunica a unos con otros en un gran mural fáctico, inmediato y sin intermediarios.

En el fútbol desaparece ya el hiato entre el vestuario y la grada, entre el rectángulo y sus afueras. Todos llevamos el mismo uniforme y nos confundimos juntos, de tú a tú. El modelo reproduce así el fenómeno de la red que elimina al intermediario (comercial, financiero o político) gracias al trato directo, face to face.

Las caras pintadas evocan, en consecuencia, una mancomunidad a la que pertenecen los jugadores profesionales y el público. Un público que deja de ser el jugador “número doce” para traducirse en el doble del conjunto profesional.

Hasta hace poco, los aficionados clamaban acaso como hoy, pero desde sus escaños. Ahora el escaño ha desaparecido imaginariamente y los gritos se extienden sobre el absoluto de la televisión. El fútbol se ha transformado así en una sustancia ampliamente conjuntiva que traspasa su especialidad y anega la cultura y su moral. Quien se ha pintarrajeado y ve perder a su equipo pierde públicamente nada menos que la cara.

Aunque deben distinguirse dos clases de caras. La cara de los demás afines reflejándose como un gigantesco y victorioso YO y la cara del horror cuando la pinta de los camaradas perdedores agiganta la máscara aciaga.

Pero ¿fue justo el resultado? Hasta hace poco una idea de justicia en el marcador daba carácter tribunal a casi todas las tribus. Ahora, por el contrario, las tribus se han convertido en una fanática razón de ser y su moral es lava. De ahí que, incluso los comentaristas dediquen poco tiempo a los méritos, cabales o no, del candente resultado.

Fútbol es fútbol también en el sentido de un territorio donde se muerde o se pisa el cráneo del rival en recreación de tiempos remotos cuando, según las leyendas, se jugaba pateando una testa degollada.

¿Se ha vuelto pues a la vida salvaje? Claro que no, pero la formidable importancia que ha cobrado el fútbol lo ha convertido en un sistema muy cerrado e inmisericorde. Así, en este mundial, hay países que eliminados a la primera viven un trágico destino y otros que sobreviviendo se consideran elegidos por el más allá.

Hace treinta años nadie se pintaba la cara (reflejo del alma) pero pronto mostrarse sin pintura alguna será señal de traidores o de cobardes pacifistas. Porque ¿puede alguien concebir a estas alturas que haya personas neutrales asistiendo al desarrollo de un partido?

A la manera de los homosexuales o los transexuales, los amantes del fútbol sin parcialidad ni ira necesitarán salir poco a poco del armario y reclamar sus derechos de minorías, de grupos marginales en la tribu futbolizada, socialmente pegajosa y cosmetizada del mismo bote y de la mismísima coloración.

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