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El gesto de mirar atrás

'Orfeo y Eurídice' de Gluck, con coreografía de Pina Bausch, llega al escenario del Teatro Real de Madrid, en una representación del elenco del Ballet de la Ópera de París

Representación de 'Orfeo y Eurídice', coreografiado por Pina Bausch, a cargo del Ballet dela Ópera de París.
Representación de 'Orfeo y Eurídice', coreografiado por Pina Bausch, a cargo del Ballet dela Ópera de París.

Con una economía de medios formales y plásticos ya ejemplar, Pina Bausch (Solingen, 1940 - Wuppertal, 2009) inició su andadura como coreógrafa de gran formato con el arriesgado concepto, relativamente nuevo entonces, de “ópera danzada”. Son varias las versiones de lo que la lanzó a esta aventura, estando como estaba, recién llegada a la dirección del ballet en la Casa de Ópera de Wuppertal en una época bastante agitada y convulsa de cambios políticos, y que tocaban al ámbito de la cultura.

Está claro que el título operístico de Gluck, Orfeo y Eurídice (1975) le fue sugerido, lo mismo que el anterior, Ifigenia en Táuride (hecha dos años antes), desde la dirección musical del teatro y por la persona de Arno Wüstenhöfer (Karlsruhe, 1920 - Wuppertal, 2003), intendente del ballet y responsable primero de haberla llevado hasta esa ciudad alemana para dirigir una compañía en decadencia, que ella tuvo que reinventar. Ifigenia en Taúride funcionó bastante bien, a pesar de los recelos del público rancio y melómano. Para Orfeo y Eurídice en 1975, hubo que convencer a Pina, y fue tarea ardua: ella no tenía la intención, ni propósito alguno de mirar atrás (cual Orfeo), ni de pisar sobre sus propias huellas.

Está bien apuntar que Bausch fue la primera coreógrafa de formación moderna en acceder a la dirección de un teatro lírico europeo, y por ende también, a una gran institución teatral alemana después de la posguerra, pero lo más pertinente es explorar de dónde viene este formato singular de “ópera danzada”, algo que se remonta al siglo XVIII y que dormía hasta Bausch. En realidad, Pina tenía una fuente precisa muy cerca, alguien que formó parte de su formación: Antony Tudor (Londres, 1908-Nueva York, 1987), que sí fue el primer coreógrafo del siglo XX empeñado en hacer interactuar a cantantes y bailarines, en una misma pieza de ballet.

Pina Bausch siempre reconoció —amén de Kurt Jooss y Jean Cebron— la poderosa y decisiva influencia que en ella ejercieron dos personas del ámbito del ballet: Tudor y el maestro uruguayo Alfredo Corvino (Montevideo, 1916-Nueva York, 2005). Corvino se convirtió en el maestro de ballet de cabecera de Pina Bausch, pues se habían conocido cuando la alemana fue a estudiar con una beca a EE UU, entre 1958 y 1962; y mantuvieron siempre el contacto profesional y una estrecha amistad. Corvino, cada año, iba a Wuppertal como profesor invitado y llegó a acompañar al conjunto de Bausch en giras internacionales. Tudor, por su parte, fue su faro estético, ya que este genial coreógrafo había creado algunas piezas experimentales que Pina llegó a ver en sus reposiciones en Nueva York, y que la influyeron notablemente.

Tudor puso en escena Dark elegies sobre las Kindertotenlieder, de Mahler, en 1937 en Londres, y subió a la cantante a escena a interactuar con los bailarines. Dark elegies fue una pieza muy avanzada y contestada en su momento e impulsó el cambio de nombre de la compañía que pasó a ser Rambert Dance-Theatre. Dark elegies además entró en el repertorio fundacional del American Ballet Theatre en 1940, y el coreógrafo volvió a Mahler en 1948 con La canción de la tierra, (bajo el título Shadow of the wind) en el antiguo Metropolitan Opera House. Cuando Bausch llegó a Nueva York vio estas obras y trabajó con Tudor. Lo que sucede en las óperas de Gluck, coreografiadas por Bausch, está íntimamente relacionado con la herencia estética de Tudor.

Después de los estrenos en Wuppertal y algún intento de representación aislado, las óperas Gluck-Bausch durmieron casi dos décadas

Después de los estrenos en Wuppertal y algún intento de representación aislado, las óperas Gluck-Bausch durmieron casi dos décadas hasta 1991. Si Gluck es para la coréutica universal un nombre básico de una época de reformas y de los cimientos del ballet occidental, tal como lo entendemos aún hoy, es también en él en quién encontramos la raíz de esos “roles bicéfalos”, repartidos entre un cantante y un bailarín. Ya el libreto primigenio de Orfeo y Eurídice de Rainiero di Calzabigi (1763), analizado bajo la luz contemporánea, resulta un atrevido y renovador mosaico de lo que se daba en llamar azione teatrale (acción teatral); el nuevo texto guía de 1774 escrito por Pierre-Louis Moline —que es el que usa la versión francesa de la obra, que se representa en el Real y que manejó Bausch en su creación coreográfica—, sostiene las innovaciones de Calzabigi, pero permite las adiciones de Gluck de grandes cambios vocales, orquestales y nuevas danzas, muy del gusto francés de su tiempo. Así, la “danza de las furias” (que procedía del ballet Don Juan) se junta con otros fragmentos nuevos, como la Danza de los espíritus felices, ampliado al formato de cuatro partes de un pequeño ballet de la versión primera.

Con estas representaciones del Real, las dos óperas de Gluck coreografiadas por Bauch en la década de los setenta, habrán por fin pasado por teatros españoles, una revisitación del género que si bien ha mantenido su singularidad —y no se puede asegurar tajantemente que hubiera creado escuela— sí ha dejado una severa influencia en el propio terreno de la dirección escénica del teatro lírico, más que en el del ballet contemporáneo.

Pina Bausch siempre reconoció la poderosa y decisiva influencia que en ella ejercieron Anthony Tudor y

Ifigenia en Táuride había subido al Teatro Real de Madrid por la propia compañía de Wuppertal en junio de 1998, repitiendo en el Teatro del Liceo de Barcelona en septiembre de 2010 —ya fallecida en esa fecha la magistral artista de Solingen—. Las actuaciones madrileñas de 1998 fueron a la vez una fiesta de calidad y dejaron un aciago y amargo recuerdo, cuando parte del público abucheó despiadadamente a Pina Bausch al final de una de las funciones de Claveles. Afortunadamente, con el título de Gluck no ocurrió lo mismo. Acerca de Ifigenia en Táuride, Bauch declaraba a este diario: “Era mi primera ópera y estaba muy asustada. Gluck es un músico muy difícil y había que ensamblar muchas cosas distintas: la danza, el canto, la orquesta, el director... Y hacerlo de una manera nueva, creativa... Así que procuré dejarme llevar por lo que tenía dentro, por lo que había aprendido en la escuela de arte de Essen (…) Esa convivencia es muy enriquecedora, y seguramente me ayudó a ver que la obra dejaba espacio para hacer cosas. Sorprendentemente, el estreno fue un gran éxito, a pesar de que la hicimos en Wuppertal, un teatro muy clásico, con un público más clásico todavía”. Estas palabras, además de vigentes, valen para Orfeo y Eurídice frase por frase. Y en febrero de 2008 me tocó asistir a las funciones de esta obra en la Ópera de París, una reposición que revistió una enorme solemnidad y un gran éxito, de los que se extraía esta conclusión: “El corolario tantas veces esgrimido por Pina de que la danza es una, encuentra aquí una demostración triangular, los ejes cardinales que van de los intérpretes al resumen estético, pasando por el mito. ¿Por qué creemos hoy que esta pieza es un clásico? Pues porque en su lectura ya aparecen formas y funciones que luego, a lo largo de tres décadas, han ido apareciendo aquí y allá en los más diversos escenarios de la danza y el ballet contemporáneos. En Pina la síntesis se proyecta como anticipación, así como la escena, el tratamiento de la luz y los trajes, la gallardía ceremonial que se transforma en una sorda tensión dramática”. Es verdad también que en Orfeo y Eurídice el estilo Bausch contenía la hebra de los coros femeninos de Mary Wigman en la forma de estilizado homenaje.

Orfeo y Eurídice. Ópera danzada. Coreografía: Pina Bausch; música: Christophe Willibald Gluck. Ballet de la Ópera de París. Teatro Real, Madrid. Del 12 al 14 de julio.

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