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OPINIÓN
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Desolación

Nadie estaba preparado para el incontestable fracaso de los que durante tanto tiempo fueron los mejores. Ni ellos, ni el orgulloso y feliz ejército de sus seguidores

Carlos Boyero

Imagino que serían mareantes las cantidades de dinero que habrían pactado las marcas publicitarias con Mediaset en la retransmisión de los partidos de la selección española. Dando por supuesto, como todo el mundo, que aquellos que habían perpetuado el esplendor en la hierba durante seis años, en el improbable caso de que atravesaran una crisis en el primer partido o que esa mala suerte que tanto respeta a los campeones se tornara subversiva y se cebara con ellos, remontarían en el siguiente. Que el suspense sería forzosamente provisional si empezaran fracasando, que un barco tan poderoso podría ser dañado por una tormenta imprevista y salvaje, pero jamás intuir que el naufragio sería absoluto, patético, inconsolable. Y el careto de todos aquellos a los que esta selección legendaria acostumbró al éxtasis, se ve invadido por el estupor, la incredulidad y, finalmente, por la desolación.

Nadie estaba preparado para el incontestable fracaso de los que durante tanto tiempo fueron los mejores. Ni ellos, ni el orgulloso y feliz ejército de sus seguidores, ni los espíritus pragmáticos que llevaban años haciendo prósperos negocios al asociar la fiabilidad y el atractivo de sus productos con la grandeza ganadora del fútbol español. Y cuesta mucho admitir que la oscuridad total y la impotencia se han adueñado repentinamente de lo que era luminoso y fértil. Ese derrumbe total, sin paliativos, sin excusas, no se lo merecía el admirable Del Bosque, ni esos jugadores para los que el inevitable ocaso no era una amenaza cercana, ni para sus seguidores, perdedores ancestrales a los que nuestros gloriosos representantes nos habían acostumbrado no solo a ganar, sino a hacerlo con belleza.

Después de esa sombría despedida del Mundial, Telecinco había programado la excelente película Alatriste. Evidentemente, al programarla después de ese partido que iba a expulsar a los fantasmas del fracaso y a devolver la esperanza, pensaban en la acreditada comercialidad de esta película, no en la carga de tristeza, de crepúsculo, de pérdida, con las que Díaz Yanes describe al Capitán Alatriste, a ese hombre que no era el más honesto ni el más piadoso, pero sí un hombre valiente. El Imperio y los Tercios de Flandes van a conocer el derrumbe. Lo mismo que le acaba de ocurrir a la selección española.

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