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Son de la caracola

Hay en el poeta chileno un decir torrencial y fértil que lo aproxima a Góngora

Pablo Neruda es quizá el Góngora del siglo XX. Es una afirmación osada, hecha con todas las reservas o diferencias debidas; pero hay en el poeta chileno un decir torrencial y fértil, un sentido cósmico en los contenidos, que lo aproxima a nuestro clásico (Estoy pensando en series magistrales como La lámpara de la tierra, Alturas de Machu Picchu o Las flores de Punitaquí). Quizá ese rotundo son de caracola sólo lo encontramos en algunos poemas de Rubén Darío.

Pero se da luego en él una poesía amorosa que también es tema primordial en su obra, al margen del poderoso irracionalismo de las Residencias y de las recaídas o excesos “testimoniales”. La poesía amorosa es en él extremadamente depurada, tierna, llana, la que ya deslumbraba en sus Veinte poemas de amor. Un tono al que él volvió poco antes de morir, cuando yo lo conocí y entrevisté en Milán, en 1972. Me anunció entonces que había vuelto a esa pureza y a esa llaneza extremadas. Lo vi confirmado tras su muerte, cuando Seix Barral editó creo que no menos de cinco libros suyos en ese tono. Ahora surge la feliz noticia del hallazgo de unos inéditos amorosos.

No podremos apreciarlos hasta el momento, pero por el tono de la estrofa que conocemos, Neruda regresa a su riqueza expresiva de siempre, con ráfagas de tierno lirismo, pero rescatando sobre todo su vigoroso tono surreal y su inagotable imaginación, que él va como trenzando y que parece conducirnos al delirio. Hasta ahora sólo en los Cien sonetos de amor la poesía amorosa de Neruda se había desatado con esa retórica tan suya. Ahora, al parecer, esa expresividad afectiva podría ir más lejos. Veremos.

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