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Setenta años del dia D

Juan Pujol, Garbo, el espía catalán que engañó a Adolf Hitler en Normandía Cuando viajó a Madrid, contó su historia de fraude estratégico

Juan Pujol García, 'Garbo', en 1984.
Juan Pujol García, 'Garbo', en 1984.Chema Conesa

¿Quién era aquel hombre de mediana estatura, amplia calvicie, orejitas puntiagudas, penetrante mirada y sonrisa pícara, que aterrizó un día de septiembre de 1984 en Madrid procedente de Maracaibo, instado por este periódico a instalarse, por razones de seguridad, en un hotel cercano al Aeropuerto de Barajas? Por su aspecto, podía parecer un simpático abuelo de esos que se dedican a hacer trucos de magia a sus nietos o les cuenta historias divertidas al oído, mientras les introduce caramelos en los bolsillos. Mas, si uno se adentraba algo más en su mirada, en la fortaleza de sus hombros, en los reflejos de sus movimientos, el pensamiento y la intuición guiaban hacia una personalidad diferente de la del venerable abuelo, en la que lo que primaba, en verdad, era la convicción que desplegaba en el habla y, por encima de todo, su capacidad para fabular verosímilmente.

Estábamos ante uno de los mentirosos más importantes de la Historia: Juan Pujol García, barcelonés, nacido en la calle de Montaner 180, hijo de un tintorero y de una dama muy religiosa, combatiente en la zona republicana, desde cuyas trincheras exhortaba a los franquistas a cambiar de bando, hasta que cruzó las líneas, fue hecho prisionero, encarcelado en un campo de concentración salvado por un fraile amigo de su madre, de nombre Celedonio, para ir a parar, como chófer, al Cuartel General de Franco en Burgos. Luego, en Madrid, sería conserje del hotel Mayestic, en la calle de Velázquez, hasta que, para ofrecerse como espía, se presentó en la Embajada británica, de donde sería despedido con cajas destempladas.

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Aquel hombre llegaría a ser conocido tan solo por un reducidísimo elenco de la cúpula del espionaje europeo durante la Segunda Guerra Mundial bajo los alias de Arabel, para los alemanes, o por el sobrenombre de Garbo, para los ingleses. Tras ser recomendado a los británicos por los norteamericanos, se integraría en el servicio secreto británico. Y, años después, llegaría a ser el espía que, seis horas antes del gran desembarco aliado en las costas normandas - desembarco que anunció con holgada antelación a Hitler- engañó de tal manera al alto mando hitleriano que le exigió, y lo consiguió, que no moviera sus divisiones acorazadas de Calais, porque el ataque sobre Normandía era “tan solo una vasta operación aliada de distracción, encaminada a desproteger el lugar donde se produciría horas después el verdadero desembarco aliado”. Hitler tragó el anzuelo. Las tropas germanas combatieron ferozmente en el litoral normando, pero el empuje aliado fue más vigoroso y aquellas fanáticas huestes de Hitler no recibieron el apoyo acorazado necesario para detener la irrupción aliada, a la espera de un desembarco en Calais que nunca llegaría.

La pregunta que entonces, aquella mañana de 1984, casi 30 años después de aquel desembarco, se le formuló a Juan Pujol García en Madrid fue qué era lo que él había hecho para granjearse la confianza de Hitler, hasta el extremo de engañarle en una cuestión de importancia capital como el Desembarco de Normandía. Juan Pujol sonrió e, impávido, con una aplomada serenidad respondió: “Desde el comienzo de la guerra, con la ayuda del servicio secreto británico, yo había montado una red ficticia de agentes de espionaje al servicio del III Reich, que informaba a Berlín desde Londres”. La dinámica era retorcida: “Me granjeé la amistad del espionaje nazi en Madrid, primero; después, me introduje en el servicio secreto militar alemán, donde aprendí todas las técnicas de espionaje que ellos me enseñaron; viajé a Inglaterra, tras conseguir en Portugal acreditarme ante los americanos, que me recomendaron a los ingleses; entonces, comencé desde Londres a pasarles a los nazis información verdadera –pero inocua- que me facilitaban los ingleses, informaciones que pedía que confirmara el mando alemán mediante la Luftwaffe, si se trataba, por ejemplo, de una concentración de barcos en una bahía del litoral británico –concentración real, pero de buques inutilizados que, desde el aire, daban el pego-”, comentaba Garbo con una sonrisa picarona.

Juan Pujol había formado su red ficticia londinense con personajes completamente inventados por él: “Un estudiante venezolano que flirtea con la secretaria del ministro del Interior inglés; el ama de llaves de un lord que conversa con aristócratas muy bien instalados en el Foreign Office; un republicano irlandés, que odia a los ingleses…así hasta una larga veintena de personajes, 27, todos falsos, pero trasegando un flujo de información bien preparada por el contraespionaje británico y consistente, por veraz, pero desprovista de mordiente militar alguno”, explicaba el espía catalán. Hasta 1.200 mensajes mandaría Arabel-Garbo a sus monitores nazis.

Aquella intoxicación de grandes proporciones formaba parte de un sistema llamado “fraude estratégico” por los anglosajones, aprendido por los británicos presumiblemente en la Persia profunda, al que conocían asimismo bajo la denominación de “doble cruz”, una artimaña tan bien trabada lógicamente como para impedir averiguar cuál es la intencionalidad última de quien la pone en marcha.

Al declinar la Segunda Guerra Mundial, ya en clave victoriosa aliada, los nazis amenazaron a Pujol con matarle; se sentían engañados: “No os engañé”, les dijo. “Os alerté horas antes del desembarco, pero no supisteis defenderos en Normandía y ellos consolidaron la cabeza de puente normanda y desistieron de desembarcar por Calais”, les dijo. Tuvo incluso el cuajo, además, de sacarles dinero para desaparecer, cosa que velozmente cumplió. Hizo cundir la noticia de su muerte en Angola a consecuencia de la malaria y su rastro se perdió. En los albores de 1984, Juan Pujol, localizado en Venezuela, poco después recaló en España, donde fue entrevistado por este diario semanas antes de acudir a Londres a recibir la Orden del Imperio británico de manos de Felipe de Edimburgo por sus servicios a la causa aliada.

La contribución de Juan Pujol a la victoria contra el nazismo fue extraordinaria. Al preguntarle qué fue lo que le decidió a engañar a Hitler, con los ojos bañados en lágrimas, aquel espía doble, balbució una respuesta: “Mi padre me enseñó el valor de la libertad y yo no podía consentir que aquel asesino de Hitler se adueñara del mundo”.

Quien escuchara su apasionada confesión, y conociendo sus artes mistificadoras, no podía dejar de plantearse que, si aquel hombre, pequeño, vivo, con aspecto de abuelo bonachón, había sido capaz de engañar al propio Hitler, ¿por qué razón no hubiera sido capaz de embaucar a alguien tan irrelevante como el periodista español que con él conversaba? ¿Fue Pujol no solo un agente doble, sino triple, al servicio de otros poderes interesados en acabar con Hitler o en que Hitler no acabara con aquellos poderes? En el mundo del espionaje, las dudas son tan persistentes como fluidas e inextricables las intencionalidades de sus agentes.

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