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PERIODISTAS LITERARIOS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Pícaros, bohemios, sablistas y hampones

El ingenio y la miseria recorren la vida de Pedro Luis de Gálvez, cuyo éxito literario le llegó en la cárcel

Los cafés del Madrid del siglo pasado se llenaban de poetas, escritores y periodistas hambrientos.
Los cafés del Madrid del siglo pasado se llenaban de poetas, escritores y periodistas hambrientos.Chema Conesa

En aquel Madrid de entreguerras, de sardinas de bota y máscaras de Solana, había poetas cuya inspiración, entre soneto y soneto, antes que nada estaba puesta al servicio de comer algo caliente una vez al día. Si no hay estafador que no sea simpático, tampoco existió entonces ningún bohemio que no fuera un pícaro más o menos ingenioso a la hora de matar el hambre.

A inicios del siglo pasado, en las tertulias de los cafés de la calle de Alcalá y alrededores de la Puerta del Sol pululaba una cuerda de poetas, escritores y periodistas hambrientos, hampones, sablistas y patibularios. En aquella baraja hubo cuatros ases indiscutibles que han pasado a la historia con todo merecimiento. Alejandro Sawa, (1862-1909), ciego, loco y muerto a los 47 años, debe su máxima gloria a haber inspirado a Valle-Inclán el personaje de Max Estrella en Luces de bohemia; Emilio Carrere, (1881-1947), hijo de madre soltera y de un famoso abogado, pasó por todas las ideologías, incluso la del manicomio, desde el socialismo hasta el franquismo, con indudable talento literario, aunque su obra maestra consistió en dilapidar la considerable fortuna que heredó de sus antepasados y no ceder hasta alcanzar la máxima penuria; Eugenio Noel (1885-1936) fue un predicador contra las corridas de toros e hizo de esa misión un medio sagrado y ratonero de vida, y no se sabe si sentía más placer en ser zaherido e insultado por los aficionados que en sentirse glorificado por los antitaurinos como redentor en sus correrías por los pueblos de España.

Hubo otros ases y reyes con meritos indudables en esta baraja, pero ningún naipe puede compararse en grado de ingenio y miseria a Pedro Luis de Gálvez. Había nacido en Málaga en 1882, hijo de un general carlista; se fugó de un seminario, ingresó en la Academia de Bellas Artes de San Fernando, quiso ser actor y en cierta ocasión su padre lo bajó del escenario del Teatro de la Comedia a garrotazos en plena función. Su carrera pública se inició al ser condenado a 14 años de cárcel por proclamar en un mitin contra la Monarquía que a Alfonso XIII le supuraban los oídos. Fue en Cádiz en 1904. De aquel quilombo huyó vestido de cura, pero fue capturado por la Guardia Civil en un pueblo cerca de Córdoba y llevado a la cárcel de Ocaña, donde desarrolló la actividad de amaestrar ratas mientras al mismo tiempo escribía versos que gustaban mucho a uno de los carceleros. La fama fue a visitarle a la propia celda. Aquel carcelero ilustrado insistía en que se presentara a un concurso de cuentos promovido por el periódico El Liberal y se ofreció a mandar el escrito de forma clandestina al jurado. El preso renuente, por fin, escribió un relato titulado El ciego de la flauta, que ganó el primer premio. Fue un bombazo. El éxito literario ablandó el rigor de la justicia y Pedro Luis de Gálvez, indultado, se presentó triunfalmente ante los corros de poetas y literatos de la calle de Alcalá exigiendo su parte en la tarta de la gloria.

El héroe comenzó a llenar de versos y artículos los periódicos de la época. Su protector, el gran periodista Miguel Moya, director de El Liberal, le envió de corresponsal a Melilla, más que nada por quitárselo de encima. Pese a que había comprado unas mulas para el ejército y después las había revendido en propio beneficio, Gálvez regresó a Madrid con una medalla militar. Sus sonetos dedicados a cualquier prohombre siempre precedían a un certero sablazo, sus artículos líricos y relatos nunca estaban a la altura de su ingenio de superviviente, que solía acompañar con una puesta en escena imaginativa de carácter necrófilo.

Quiso ser actor y en una ocasión su pare lo bajó a garrotazos del escenario del Teatro de la comedia en plena función

Ha pasado a los anales de la picaresca la secuencia macabra, auténtica o falsa, que realizó en el café Fornos, donde se presentó con un hijo recién nacido muerto dentro de una caja de cartón oculta bajo el gabán que mostraba en las mesas pidiendo caridad para su entierro. O el rito funerario que oficiaba a medias con su compinche Gonzalo Seijas. Juntos explotaban el negocio de la extremaunción. En cualquier buhardilla costrosa, uno de los dos se hacía pasar por agonizante; llamaban a un cura para recibir los santos óleos y éste avisaba luego a la asociación de damas protectoras de los moribundos, las cuales siempre dejaban unos billetes debajo de la almohada para el entierro y los funerales. La pareja de agonizantes se iba luego a celebrarlo a cualquier colmado.

Sin que nadie supiera la razón, Gálvez desaparecía de escena una larga temporada y de repente volvía, casado con hijos, o soltero, precedido de las hazañas que de él se contaban en sus correrías por Barcelona. De hecho, en algo había cambiado: ahora los sablazos ya no eran de uno, sino de nueve duros, uno por cada hijo, según decía. En otra de sus fugas llegó un rumor a las tertulias de que se había casado con una marquesa que lo mantenía. Mientras tanto, sus escritos se leían en los periódicos, y en los banquetes de homenaje declamaba versos, unos muy inspirados, otros de cuyos ripios bien pudo volverse a construir un acueducto como el de Segovia.

De pronto, un día en aquel Madrid brillante como el vientre de una sardina hizo acto de presencia la Guerra Civil, como un incendio esperado, y aquel poeta y periodista bohemio cambió las lañas, el chambergo y el cuello de pajarita por el mono azul de miliciano, con un cincho del que colgaba un pistolón de mando en plaza. Se habían terminado los sonetos. Cuenta Ramón Gómez de la Serna que un día lo vio pasar por delante de Lyon d’Or así equipado y le saludó con la mano en la culata. Esa imagen fue el principal motivo que le movió a exiliarse a Buenos Aires.

El misterio de Pedro Luis de Gálvez en medio del incendio revolucionario de 1936 no ha terminado de aclararse. Según sus enemigos, el poeta bohemio se dedicó a vengarse de cuantos le habían humillado durante sus tiempos de penuria. De hecho, se convirtió en dueño y señor de vidas ajenas y ejercía el castigo o el perdón magnánimo a merced de su capricho. Uno del que presumía haber salvado de la muerte era Ricardo Zamora, el portero mítico de fútbol, a quien sacó de la prisión y desde un balcón lo presentó a la plebe: “Éste es mi amigo. Me dio de comer. Que nadie lo toque. Lo prohíbo yo”. Las escenas patibularias de Gálvez durante la Guerra Civil entran en lo más patético de la historia negra. Era como el Rubio de La malquerida, un infeliz que solo quería mando y que al parecer ejercía el papel de verdugo y de salvador a partes iguales. Libró de la cuneta a Ricardo León, a Emilio Carrere, a Pedro Mata; en cambio unos afirman y otros niegan que tuvo personalmente que ver en la muerte de Muñoz Seca. “A éste dejádmelo a mí”, gritaba. “Honradísimo, Gálvez, honradísimo”, contestaba el humorista. Pero, según Gómez de la Serna, este lance es inverosímil porque Gálvez nunca ordenó la muerte de alguien, como en este caso, a quien había dedicado un soneto. Finalmente probó su propia medicina, esta vez por el bando contrario. Cuando al final de la guerra fue capturado por las tropas nacionales, Pedro Luis de Gálvez tenía enmarcado en su habitación un gran retrato de Franco creyendo que este talismán lo salvaría. Murió fusilado en la cárcel de Porlier el 30 de abril de 1940.

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Sobre la firma

Manuel Vicent
Escritor y periodista. Ganador, entre otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos, crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.

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