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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El vagabundo como héroe universal

La biografía de Chaplin, el boom latinoamericano y la feria del libro de Madrid

Manuel Rodríguez Rivero

Mi padre estaba convencido de que Charlot era un auténtico genio. Recuerdo con emoción el brillo de sus ojos cada vez que veía una de sus viejas películas en aquella primitiva televisión que tenía horario de principio y fin y rellenaba sus tiempos muertos con maravillosas cintas silentes “comentadas” por el verbo socarrón de Ramos de Castro. Pero los niños se dan cuenta de todo, y yo percibía que había algo en Chaplin que no acababa de gustarle, algo tan poderoso que incluso le impedía disfrutar sin trabas de las patochadas de aquel desastrado y eterno perdedor. Lo que a mi padre le incomodaba de Chaplin era lo que llamaba sus “ideas avanzadas”, un eufemismo muy de su época que aplicaba a cuantos escritores o artistas admiraba, pero cuyas “excentricidades” morales o ideológicas eran incompatibles con la compacta, inconmovible y forzosa homogeneidad franquista: así, por ejemplo, Picasso y Chaplin, tenían el inconveniente de ser “de ideas avanzadas”, como si eso fuera un mal menor, una anomalía del genio que había que aceptar a cambio del placer que deparaban sus obras.

He pensado en ello estos días, mientras alternaba la lectura de la biografía del personaje Charlot, que Philippe Soupault publicó en 1931 (Gallimard 7,50 euros), con la de su creador Charlie Chaplin (Chatto & Windus, 14,99 libras), de Peter Ackroyd, cuya destreza como biógrafo está suficientemente acreditada y cuya última obra merece pronta traducción española. Charles Chaplin (1889-1977) fue, en efecto, un personaje absolutamente excepcional. Resulta asombroso que el hijo escuchimizado y hambriento de una pareja de mediocres artistas de vodevil (madre loca, padre alcohólico), que a los siete años dormía a la intemperie en las calles insalubres del sur de Londres, se hubiera convertido, con apenas veinticinco, en la persona más famosa del planeta: alguien más conocido que Jesucristo y a quien admiraban no sólo las masas anónimas, sino personajes como Lenin, Eliot, Debussy, Proust o Hitler (los dos últimos adoptaron con retoques el célebre bigotillo de su personaje). Ackroyd se centra en la irresistible ascensión del bailarín, músico, compositor, empresario (en 1919 fundó la United Artists con Fairbanks, Pickford y Griffith), actor y director cinematográfico que más huella dejó en la época dorada del cine mudo. Y sigue su trayectoria como artista, desde sus patéticos comienzos infantiles (que Chaplin había edulcorado en su Autobiografía, Debate, 1989), hasta sus últimas obras maestras, pasando, claro, por la creación del personaje de The Tramp (véase en Youtube la película), un vagabundo sin nombre al que los distribuidores franceses bautizaron como Charlot, un apelativo que terminó fagocitando a su creador.

La biografía de Chaplin de Peter Ackroyd, cuya destreza como biógrafo está suficientemente acreditada, merece pronta traducción española

Y luego está el otro Chaplin, el personaje contradictorio, liberal y autoritario, tacañísimo y millonario, procomunista y depredador sexual que acosaba a las jovencitas (su segunda mujer, Lita Grey lo calificó de sexual machine), y que estuvo permanentemente encharcado en interminables procesos relacionados con su vida privada. Y también el Chaplin convertido en el primer héroe universal globalizado por el cine, capaz de hacer reír y llorar a gentes culturalmente muy diversas y al que, sin embargo, se le impide la entrada en los restaurantes a los que acude la gente respetable que también disfruta con sus películas, el que se enfrenta con coraje al todopoderoso Comité de Actividades Antiamericanas o el sospechoso al que se le deniega el visado a cuenta de sus simpatías políticas, y que finalmente (1953) se ve obligado a exiliarse en Suiza; o el Chaplin profundamente antifascista que, en 1940, un año antes de la entrada en guerra de EE UU, estrena El gran dictador, en la que encarna a un barbero hebreo (Goebbels había calificado a Chaplin de “pequeño judío despreciable”) y también a Adenoid Hynkel, inolvidable tirano de Tomainía, una hilarante parodia de Hitler que no gustó nada, pero nada, a Franco, quien impidió el estreno de la película en España durante toda su vida. Lo que no recuerdo (y —ay— ya no puedo preguntarle) es si cuando aquí se estrenó (1976) mi padre pudo ir a verla. Le habría divertido

Bum

Hasta la fecha, mis libros generalistas sobre el bum —aquel poderoso tsunami literario que reveló al mundo la más radical renovación de la novela escrita en castellano— eran, además de La historia personal del boom (Alfaguara), de Donoso, Los nuestros (Alfaguara), de Harss y el excelente reader de J. Marco y J. Gracia La llegada de los bárbaros (Edhasa), que todavía puede encontrarse saldado. A ellos añado el meritorio Aquellos años del boom (RBA), un ameno, extenso y muy documentado trabajo de investigación (Premio Gaziel) del periodista Xavi Ayén. Ayén ha escrito un libro sobre el bum y sobre Barcelona como su capital literaria (la otra concurrente, La Habana, quedó pronto descartada). Y enmarca cronológicamente su influencia entre la publicación de dos libros esenciales (La ciudad y los perros, 1963, y Cien años de soledad, 1967) y —de modo un tanto arbitrario— un célebre puñetazo (1976) que acabó para siempre con la complicidad de sus dos autores. Un libro sobre todos los protagonistas de aquella revolución literaria, sobre sus antecedentes y contextos, sobre sus aglutinadores (mi adorada Carmen Balcells se afianzó entonces como tercero en discordia, ángel del autor y némesis del editor) y sobre una ciudad que funcionó como irresistible imán de la mejor literatura.

Feria

Escribo 730 veces —pero letra a letra, sin usar combinaciones de teclas— “seré bueno con la Feria del Libro”. Sí: 10 veces por cada uno de los 73 años de existencia de esa insólita y larguísima celebración del libro en su aspecto más comercial y popular. Como diría Arias Cañete, “no podría ser de otra manera” en un año en que (casi) todo vale con tal de que se vendan libros y las librerías sigan formando parte esencial del paisaje de nuestras ciudades, al contrario de lo que está ocurriendo, por ejemplo, en Londres, donde hasta la Blackwell’s de Charing Cross ha puesto el cartel anunciando la venta del local. Aquí también desaparecen algunas, y otras intentan enjugar pérdidas aumentando el espacio de los productos de gran margen (merchandising) en detrimento de los libros de fondo. La crisis y sus secuelas —incluyendo el incremento de la piratería— están agravando la desafección del lectorado. Y no es que se lea menos, al contrario, sino que se compran menos libros. De modo que con la que está cayendo en el eslabón más frágil de la cadena del libro, este año me estaré calladito —salvo chapuza imperdonable—, alabaré lo mucho bueno de la organización y obviaré las reivindicaciones de los editores (que tienen convocada una reunión para reconsiderar su posición en la Feria), así que me voy a convertir en una especie de ángel turiferario, como los de Zurbarán, dispuesto en todo momento a balancear mi sahumerio sobre el evento. Y, en todo caso, lo hago feliz porque este año nadie se llama a engaño: hasta en el pliego de reflexiones elaborado por la dirección del Gremio de Libreros se afirma con contundencia la finalidad eminentemente comercial del certamen. Ya ven, las cosas claras.

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