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SILLÓN DE OREJAS
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

A mandíbula batiente

En una época en que muchos productos han bajado sus precios, el de los libros se ha incrementado. Vuelvo a recomendarles 'Una lectora nada común' de Alan Bennett, quizás el libro de humor (pero no solo) más inteligente y realmente subversivo que he leído en el último lustro

Ilustración de Max.

A pesar de la célebre pintada situacionista (una risata vi seppellirà: una risotada os enterrará), no está claro que el humor cuestione el orden establecido, ni siquiera (y esto va por el recurso al chiste como válvula de escape en las dictaduras) que riéndonos del poder subrayemos su contingencia. Lo que sí parece cierto es que el humor disloca la (aparente) coherencia de lo real y, colocando de facto el principio del placer por encima del de la realidad, señala la distancia entre las personas y el modo en que están en el mundo. Por eso cuando Breton publicó (1940) su célebre Antología del humor negro (Anagrama), rápidamente secuestrada por el Gobierno títere de Vichy, incluyó fragmentos de “humoristas” que lo eran tan poco en sentido convencional como Sade, Lichtenberg, Poe, Nietzsche, Lautréamont o Kafka. Y es que hay muchas clases de risa y, además, en el fondo no hay nada tan gracioso como alguien desprovisto de sentido del humor: ahí tienen al señor Díaz Fernández o a la señora Rahola, por citar a los que primero me vienen a la memoria (de la segunda recuerdo, aún con estupor, que, en un prodigio de imaginación, llamó “grasiento” a Günter Grass). Se diría que en nuestro Zeitgeist preelectoral lo que la gente desea es partirse de risa, quizás porque barrunta las escasas posibilidades de que, sea cual fuere el resultado, su estar en el mundo varíe sustancialmente. Jorge Herralde, a quien siempre interesó el humor (adivinen quién le traía de Londres —cuando eran amigos— primeras ediciones de Wodehouse) tanto como vender buenos libros, lanza ahora la serie La Conjura de la Risa con el fin de darle otra vuelta de tuerca a la explotación de libros que ya ha vendido mucho: obras de John Kennedy Toole, Sharpe, Bennett, Waugh y otros con los que me río menos, qué le vamos a hacer. Entre todos ellos vuelvo a recomendarles Una lectora nada común de Alan Bennett, quizás el libro de humor (pero no solo) más inteligente y realmente subversivo que he leído en el último lustro, aunque sé que me arrepentiré de haber escrito esta frase si la veo impresa (sin permiso) en los paratextos de la próxima edición. Permítanme que también les recomiende con entusiasmo el doble de Anita Loos (Los caballeros las prefieren rubias y Pero se casan con las morenas) que ha publicado Alba. Loos (1889-1981), una mujer fascinante que fue, entre otras cosas, escritora de nómina (por 75 dólares a la semana) de Griffith, para el que escribió parte del guion de Intolerancia (1915), y una excelente cronista social de los roaring twenties, comenzó a escribir Los caballeros las prefieren rubias para Harper’s Bazaar: su protagonista Lorelei Lee es una de las primeras aproximaciones literarias a la flapper, la chica moderna, despreocupada y sexualmente activa que tan bien encarnaría en el cine Clara Bow. Su éxito fue tan extraordinario que el gran H. L. Mencken le animó a publicarla en forma de libro. Luego llegó el reconocimiento: Edith Wharton, Aldous Huxley y William Faulkner (que se inspiró en Loos para alguno de los personajes femeninos de sus primeras novelas) se contaron entre sus fans. A mí me divierte tanto que es la única autora por la que haría cola para que me firmara un ejemplar en la Feria del Libro.

Precios

Me invitaron a participar en un encuentro de profesionales para analizar y discutir diversos aspectos de la Ley de Propiedad Intelectual con motivo de su próxima reforma. En el seminario había escritores, agentes, editores, traductores, bibliotecarios, abogados, representantes de entidades de gestión, etcétera (faltaban libreros, que seguro que también tienen algo que decir). Se discutió con fundamento y pasión acerca de asuntos como el precio fijo, el contrato de edición, el encaje en la ley de los nuevos “modelos de negocio”, el porvenir de las obras huérfanas y agotadas, la piratería y las formas de combatirla (mucha discusión) y otros aspectos fundamentales de la ley. Me sorprendió la unanimidad con la que los asistentes se pronunciaron marginalmente acerca del encarecimiento del precio de los libros. Es curioso: en una época en que, debido a la contracción del consumo, muchos productos han bajado sus precios, el de los libros se ha incrementado. No voy a insistir en el hecho de que muchos piratas pretenden justificarse a cuenta del elevado precio de los libros, cuyos costes, sin embargo, se han abaratado gracias a los avances tecnológicos, además de por el drástico recorte de salarios editoriales y anticipos. Pero lo cierto es que los datos avalan la percepción de los consumidores. Mientras en 2008, un año en el que aún no se habían hecho sentir los efectos de la crisis, el precio medio de los libros era de 13,26 eurillos, en 2012 fue de 14,52. Lamento no poderles ofrecer datos de 2013 (en el que, por cierto, las ventas de libros han descendido un 13%, según Nielsen), pero ya saben ustedes que la Federación de Gremios de Editores se toma estas cosas con particular parsimonia. Y, además, cuando por fin ya tienen los datos y su cocinado, se los guardan para presentarlos en Líber (octubre), como si fueran un regalo que los Olímpicos otorgan (con luz y taquígrafos, claro) a los pobres mortales que nada sabemos de estas cosas.

Programaciones

Hay quienes se quejan de vicio. Algunos comentaristas británicos se lamentan de que la BBC anuncie nuevas dramatizaciones de clásicos del siglo XX que ya había programado en el pasado con éxito, en vez de atreverse con autores y obras que aún no lo han sido. La queja la he podido leer estos días en la prensa británica con motivo del anuncio de nuevas adaptaciones de El amante de Lady Chatterley (D. H. Lawrence), El mensajero (L. P. Hartley), Llama un inspector (J. B. Prietsley), y Sidra con Rosie (Laurie Lee), cuatro auténticos hitos que representan o tienen como contexto momentos de cambio cultural y social en la historia de Reino Unido. Los tres primeros, por cierto, se encuentran, con más o menos dificultad, en el mercado español. El último, un estupendo memoir que narra la infancia del autor (más tarde combatiente en las Brigadas Internacionales) en un pueblo del oeste de Inglaterra en los años posteriores a la Primera Guerra Mundial, fue publicado por Edhasa (en castellano y en catalán) hace unos años, pero está descatalogado; sí se encuentra, buscándolo con ahínco, su Díptico español (Península), que reúne los dos travelogues de Lee por la España de los treinta. En todo caso, parece que nuestras televisiones ya no están por la labor de programar dramatizaciones de obras literarias significativas de nuestro siglo XX. Y es una pena, porque se ha demostrado que la audiencia premia con shares millonarios las series de calidad basadas directa o indirectamente en obras literarias. Me pregunto si algún talentoso y emprendedor productor no se atrevería con, por ejemplo, la trilogía La raza (Baroja) o con Tiempo de silencio (Martín Santos) o con Cinematógrafo (Carranque de Ríos), por citar solo tres con enormes posibilidades televisivas. Claro que tampoco estaría mal adaptar para la tele alguna obra de escritores en ejercicio, como ya se hizo con Chirbes. Pero el telespectador propone y las teles disponen.

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