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LIBROS / REPORTAJE

Ni héroes ni santos ni santurrones

“Cada vez pienso más que lo que a mí me interesa es escribir novelas que sean como la vida” Alan Hollinghurst disecciona su literatura en este encuentro con Luis Magrinyá

Alan Hollinghurst, fotografiado en su casa de Hampstead.
Alan Hollinghurst, fotografiado en su casa de Hampstead. Karen Robinson

Alan Hollinghurst nació en 1954 en Stroud, un pueblo de Gloucestershire donde su padre era director de banco. Su primera pasión literaria fue El señor de los anillos. Se doctoró en Oxford con una tesis sobre E. M. Forster, Ronald Firbank y L. P. Hartley. Un crítico norteamericano ha dicho que en su obra “el estilo es el gran nivelador: atrae a la órbita de la literatura seria temas y actos que otros escritores, incluso los gais, evitarían ‘decorosamente”. Un personaje de una novela suya habla del “estilo como obstáculo”… a lo que otro personaje, jamesiano de pro, le responde: “Exacto… O quizá el estilo que esconde y revela cosas al mismo tiempo”. Su celebrado debut en 1988 con La biblioteca de la piscina, una novela muy intencionada —como la última— sobre el patrimonio cultural británico, pero llena —a diferencia de la última— de erecciones, sodomía y jóvenes negros, alimentó en los periodistas expectativas de encontrarse con “un impresionante semental”, solo para llevarse una decepción ante “el tipo académico y reservado que soy”. Desde entonces ha publicado cuatro novelas más: La estrella de la guarda (1994), El hechizo (1998), La línea de la belleza (2004) y El hijo del desconocido (2011). De los escritores de su generación, esa que su editor español -Jorge Herralde, de Anagrama- llama British dream team, es, con Ishiguro, el favorito de quien esto suscribe. La última película que ha visto ha sido El desconocido del lago y le ha gustado mucho. Hemos hablado con él de cuestiones literarias tradicionales.

PREGUNTA. A menudo se le califica de gran estilista, algo que nadie duda. Sin embargo, en la misma frase, a la hora de hablar de sus temas, suele aparecer ese adjetivo característico, y un poco de abuela, “crudo”. O “demasiado crudo”, o “crudo nivelado” y hasta, en su última novela, “demasiado poco crudo”. Lo gracioso es verlo inmediatamente asociado a lo del estilo. ¿Hay algo en su obra que el estilo deba redimir?

RESPUESTA. Realmente me resulta muy difícil hablar siquiera de estilo… de mi propio estilo. Para otros sus características tal vez estén claras, pero para mí sigue siendo algo misterioso. Creo que el estilo es expresión de una personalidad, y de un gusto, esa intuición indefinible que tanto abarca y que nos dice si algo está bien tanto estética como humanamente. Creo que no hay nada sobre lo que no se pueda escribir, y escriba de una cosa u otra, aspiro a tratarlas con el mismo cuidado, y con la meta de una prosa que sea a la vez exacta y musical. “Musical” es una palabra peligrosa, pero yo sé que tengo cierto sonido, cierto ritmo al que ajusto mis ideas. Pero no soy capaz de definirlo: es una especie de código sin formular que gobierna mi mano al escribir.

P. Hemos leído que, después del trabajo con la primera persona narrativa en sus dos primeras novelas, se sintió algo aprisionado. Sin embargo, sus terceras personas no son más que primeras personas objetivadas: siguen a un personaje y nos presentan los hechos solo según él los sabe o los ve. ¿Qué liberación hay en eso?

R. Es la gran libertad y control del “estilo indirecto libre”: entrar a voluntad en los pensamientos y sentimientos del personaje, pero observarlos también desde fuera. Te da distancia irónica, marca tu posición diferenciada como novelista-narrador, en oposición a la inmersión total de una genuina narración en primera persona. En El hechizo y El hijo del desconocido tenía ganas de pasar secuencialmente de un punto de vista a otro, de explorar íntegramente el potencial humano e irónico de la historia; pero cada una de las escenas está vista a través de la experiencia de un único personaje. Conservo la idea jamesiana de que una novela gana en efecto dramático si está claro a quién le está ocurriendo una escena. En La línea de la belleza escribí toda una novela en tercera persona desde el punto de vista de un solo personaje, lo que técnicamente es un desafío. Condiciona enormemente la historia, porque hay que plantear constantemente ocasiones en las que el centro de conciencia se vea expuesto a otras cosas, a otra gente (de ahí en buena parte la gran cantidad de fiestas que hay en el libro). Después de esta novela, lo característico de El hijo del desconocido estaba en que no iba a ser la historia de nadie en particular: de hecho, habría historias muy distintas y visiones encontradas de lo que estaba sucediendo.

P. Uno diría que la ventaja de la primera persona es que deja claro que el narrador es un personaje. ¿No es también un personaje el narrador en tercera persona?

R. En manos de algunos escritores, sí, la tercera persona es una tremenda actuación del novelista como personaje: pensemos en Dickens. Ahí está uno todo el tiempo al tanto del novelista como prestidigitador, intérprete, moralista. Yo creo que aspiro a hacer algo más sutil, algo donde el punto de vista, en un capítulo dado, condicione en cierta medida lo que se escribe. Por ejemplo, al escribir una escena de El hijo del desconocido desde el punto de vista de Wilfrid, que tiene seis años, no quería escribirla simplemente en lenguaje infantil, sino en una prosa que absorbiera, sin abandonarse a ella, la de un niño.

P. En El hijo del desconocido hay cambios súbitos y casi alarmantes de punto de vista. La parte IV, aun en tercera persona, está vista casi toda ella a través de un personaje, el aprendiz de biógrafo Paul Bryant. Sin embargo, en el capítulo 9 de esa parte, dejamos a Paul para ver cómo pasa la noche en su dormitorio una de sus entrevistadas, la anciana Daphne Jacobs. ¿Es un desplazamiento caprichoso o algo más significativo?

R. Bueno, ¡no sé si mucha gente se habrá fijado en eso! En su concepción original, la parte IV iba a ser toda ella desde el punto de vista de Paul y, ya que su núcleo es una serie de entrevistas con varios octogenarios supervivientes de la primera parte del libro, planteaba un reto formal especial: cómo cambiar la presentación de los hechos (de ahí que la visita a George Sawle esté escrita en primera persona porque Paul se da cuenta de que la grabadora no ha funcionado). Pero esta parte también iba a ser mi última oportunidad de observar el mundo desde dentro de la anciana Daphne, y francamente no pude resistirme a romper mi propio molde formal para introducir ese capítulo nocturno en el que medita irritablemente sobre la experiencia de ser un personaje en la historia de otra persona. Al final me pareció que la ironía e incluso la comicidad del contraste entre puntos de vista también lo justificaban.

P. Después de la primera parte, que viene a ser como el capítulo de “los hechos”, El hijo del desconocido gira en torno al material de las biografías, y sus principales personajes son, a lo largo de casi cien años, los biógrafos y los “testigos” del biografiado. ¿Ha leído el libro de Janet Malcolm sobre los biógrafos y “testigos” de Sylvia Plath, La mujer en silencio? Yo adoro ese libro. En él se habla de la complicidad voyeurística de lector y biógrafo: “Van los dos juntos de puntillas por el pasillo, se detienen a la puerta del dormitorio y tratan de atisbar por la cerradura”. Por eso, dice, “el público al que le gustan las biografías no quiere oír que la biografía es un género fallido. Prefiere creer que ciertos biógrafos no son buena gente”. Esto es lo que finalmente le pasa a su héroe (permítame que le llame así), Paul Bryant. La parentela del biografiado acaba detestándole y divulgando rumores sobre él (justo lo que creen que ha hecho él con ellos). También su novela (como antes La biblioteca y La estrella) trata de la biografía como “género fallido”.

R. No creo que sea un tema que se haya explorado mucho en el terreno de la ficción, aunque, por supuesto, tiene ciertos paralelismos con ella. Conozco, en efecto, el libro de Janet Malcolm, y me fascinan los problemas de la biografía, un género que, como la ficción, exige perspicacia, paciencia, equilibrio. Hay un momento en que Paul se da cuenta claramente de que escribir una vida no solo ilumina cosas del pasado, sino que puede tener un efecto directo en gente que todavía vive. ¿Son los derechos de los vivos menos importantes que un intento de verdad histórica que puede estar en sí mismo condenado al fracaso? En la novela también me pareció una ocasión para el humor. Lo cierto es que no aspiro a hacer grandes afirmaciones sobre la validez de las biografías, o de las memorias, las dos son esenciales; me limito a observar las dificultades inherentes a una recuperación del pasado a través de las vaguedades e ilusiones de la memoria humana.

P. A veces con sus novelas me parece que pierdo el rumbo. Me pasa con Paul, el protagonista (porque es el protagonista, aunque, gracias a un coup de genie, no aparezca hasta la página 259): en las críticas lo he visto descalificado automáticamente como “oportunista”… olvidando que el quid de la novela es el largo plazo de tiempo —y de cambios— que cubre. Paul comparte rasgos con otros héroes suyos digamos virginales, literalmente, como el Nick Guest en La línea de la belleza y, no tan literalmente, el Alex Nichols de El hechizo. Es más conmovedor aún, porque es un intruso realmente sin credenciales: no tiene siquiera estudios universitarios. Las estrategias de identificación siempre son delicadas, pero importantes, en una novela. Yo incluso me identifiqué lacrimosamente con el héroe, un tipo ciertamente difícil, de La estrella de la guarda en la parte en que vuelve a casa…

R. Bueno, la verdad es que esto varía según las personas: me gusta la amplia gama de reacciones que despiertan mis protagonistas en distintos lectores. Mi única exigencia, como escritor o lector, es que un personaje me interese. Para mí la identificación es un misterio, y posiblemente algo irrelevante. Cuando escribo, supongo que se da una mezcla inanalizable de implicación en un personaje y una investigación moral, más fría, de ese mismo personaje. Nunca me han interesado ni los héroes ni los santos ni los santurrones. A algunos lectores les gustan más que a otros las motivaciones candorosas y cosas así (a unos pocos les contrarían o repugnan). Algunos creen que sería mejor escritor si mis protagonistas fueran más agradables. Creo que lo que dice usted sobre Paul y el paso del tiempo es exacto. Hay más de un joven sensible y que inspira simpatías que deja de inspirarlas al final de la mediana edad, si no mucho antes. Si nos sobresalta la traición de Paul cuando volvemos a encontrarlo pasados ya los 60 años es en buena parte porque los factores sociales que usted menciona lo han hecho así. Y por supuesto el desprecio del personaje de Jenny se cruza con el personaje de Rob (más amplio de miras y menos dado a juzgar), a través de quien vemos esa parte de la novela. Por lo que sabemos, la biografía que Paul escribió sobre Cecil puede que sea muy buena. Rob intenta averiguarlo.

P. Los críticos dicen alegremente de El hijo del desconocido que la parte primera está situada en 1913, la segunda en 1926… como si hubiera un letrero que lo dijera. ¡No! Son fechas que el lector tiene que reconstruir, y no siempre fácilmente. Háblenos un poco de ese tour de force de construir una novela con tantos saltos en el tiempo.

R. Cada vez pienso más que lo que a mí me interesa es escribir novelas que sean como la vida, más que como las novelas, y esta estructura llena de saltos me parecía una forma de reproducir la experiencia del paso del tiempo y de la memoria, y del entendimiento tan parcial que tiene una persona de la vida de quienes la rodean… y tal vez de la suya propia. También tenía la esperanza de que pudiera disfrutarla el lector, y de que las primeras páginas de cada parte fueran desconcertantes, de una manera placentera e intrigante. ¿Cómo es posible que las cosas sean así? ¿Qué demonios ha pasado? Las conmociones y las ironías del tiempo están dramatizadas. Ya lo hice a menor escala en La línea de la belleza, donde terminamos la primera parte dejando a Nick, el protagonista, embarcado en su primera historia de amor, y empezamos la segunda parte encontrándolo en mitad de su historia con otra persona… una persona, precisamente, que en la primera parte parecía totalmente inaccesible. La vida es así. Y desde luego escribir una novela es cuestión de selección, que, como dijo Henry James, es la “hermosa, terrible totalidad del arte”: elegir lo que entra y lo que se omite. Confieso que tardé un poco en llegar a la estructura de El hijo del desconocido, porque es un relato en el que casi todo se omite, y los episodios elegidos tenían que tener verdadero peso.

P. Para terminar, solo unas palabras sobre El hechizo. Hemos leído en una entrevista que ha sido su novela peor recibida y que incluso usted cree que debería repensarla. ¡Por favor, no lo haga! Es espléndida. Es un gran cuento moral moderno sobre la madurez y nos encanta su moraleja: “Siempre puedes perder a tu amante, pero nunca pierdas a tu camello”.

R. Me encanta que le guste esta novela, que es realmente mi favorita. Puedo prometerle que no voy a “repensarla”. Ya me he acostumbrado a que la gente me diga: “Me han gustado todos sus libros menos El hechizo, con ese no pude, no sé por qué”… casi como si pudiera ser un comentario útil y hasta bien recibido, cuando lo cierto es que creo que es lo más cerca que he llegado en una novela de plasmar la visión inicial que tenía de ella. Que tanta gente no “pueda” con esta novela, o simplemente la desprecie, tal vez me haga tenerle más cariño, como a un hijo desfavorecido. Pero a quienes la entienden, al parecer, les gusta tanto como cualquier otra cosa que haya escrito.

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