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SILLÓN DE OREJAS

Desde la boca hasta salva sea la parte

El último trimestre ha resultado catastrófico para el sector editorial. Y seguimos contando

Manuel Rodríguez Rivero
Ilustración de Max.

Me toca, como casi siempre, vestirme el disfraz de Casandra (cada vez más estrecho), de modo que ahí vamos. Miren: ni Sant Jordi resultó “invicto”, ni este ha sido el “Sant Jordi de la recuperación”, por más que la prensa catalana se haya esforzado en vender a espuertas la siempre patriótica mercancía del optimismo editorial. Sí, es cierto: las masas barcelonesas salieron tan entusiastas como siempre a cumplir con la cita, rosas (a rose is a rose is a rose) y besos (un petó és un petó és un petó), y hacer cola ante las casetas (o en el interior más patricio de las librerías: también en la topografía de Sant Jordi funciona la lucha de clases) para que les firmaran sus autores favoritos o los personajes mediáticos que tanto ruido hacen en las Ramblas. Al día siguiente, todos contentos y lluvia de anécdotas: B. E., nuestro fenómeno de circo mediático más recurrente, firmó sus Conjunciones y disyunciones, perdón (pensaba en Octavio Paz y en la prosa excremental del barroco), quiero decir, sus Ambiciones y reflexiones, mientras la pobre L. E. (ubi sunt los esplendores del Prozac, del Nadal y del Planeta, qui ante nos fuerunt), ahora convertida en una especie de apestada por quienes la encumbraron, y empeñada en seguir descendiendo obstinadamente los peldaños de la escalera que se ha fabricado, tenía que conformarse con un rudo banco en Catalonia Square. Pero es que, ante todo, la efeméride del santo asesino de dragones es como la segunda fiesta nacional catalana: nunca puede “salir mal” porque se trata de una conmemoración absolutamente popular en la que la gente se celebra a sí misma en torno al libro, lo que indica buen gusto y alto nivel de cultura; una fiesta acrisolada por la tradición y que está mucho más allá de los avatares y las intenciones de los políticos profesionales. Pero eso es una cosa, y otra muy distinta que la de este año constituya el tan cacareado “punto de inflexión” de la crisis del comercio del libro. Porque, a fin de cuentas, muy poco es un empate virtual de las cifras de venta con las de 2013 en un año depresivo—y van cinco— en el que el último trimestre ha resultado particularmente catastrófico. Catastrófico: y seguimos contando, como dicen los anglohablantes, porque finalizado Sant Jordi regresa a las librerías el insidioso dragón de tono depresivo. En Madrid, la “noche de los libros” fue peor: en primer lugar porque en la capital del reino es una fiesta impostada (salvo la parte más cortesana y complutense), carente de tradición, y en la que los politicastros locales (el señor González —¿o debo llamarle señor Vodafone Sol?— y la señora Botella) pretenden réditos culturales que su habitual ejecutoria desmiente. Y, luego, porque a nadie se le ocurrió hacer llegar a la plantilla del Bayern Múnich la petición de que se pusiera enferma en bloque (un cocido en mal estado habría bastado) y no compareciera en un encuentro de balompié que desertizó muchas librerías a las 20.30 del día de autos (Javier Marías, que firmó casi tanto como B. E., consiguió que la de Antonio Méndez fuera una de las excepciones). De modo que a seguir capeando el temporal. Y en el caso de la “noche de los libros” madrileña, a darle un par de hervores más al asunto, a ver si nos vamos quitando el pelo de la dehesa.

Gastrointestinal

Confieso cierta debilidad culposa por los libros de Mary Roach, una periodista estadounidense que se pirra por lo que allí llaman quirky science (ciencia estrafalaria o extravagante) y que siempre propone una aproximación insólita a fenómenos o comportamientos de los que los libros de Ciencia con mayúscula no se ocupan o solo lo hacen, y con altanera renuencia, en nota a pie de página. Roach, psicóloga de formación, no rehúye la Ciencia, al contrario: la utiliza como punto de partida para fijar y delimitar sus intereses. Y no se fía de nadie salvo de su propia observación empírica, por lo que siempre ha escogido ser su propio conejillo de Indias: por ejemplo, convenció a su marido para mantener relaciones sexuales mientras se sometían a una resonancia magnética con el fin de dilucidar determinados efectos colaterales del acoplamiento. O se sometió a la misma ingravidez que los astronautas para comprender qué pasaba con sus, digamos, detritus. Dos de sus libros ya habían aparecido en España, bajo el sello hoy extinto de Global Rythm: Fiambres; la fascinante vida de los cadáveres y En busca del alma perdida; la ciencia ante el más allá, cuyos títulos indican el sentido más bien posmortem de sus contenidos. Para acercarse de modo eficaz a sus objetos —tan poco atractivos a priori—, Roach cuenta con tres herramientas básicas: curiosidad morbosa, un decidido escepticismo hacia los conocimientos transmitidos y un peculiar sentido del humor que no se detiene ante las convenciones del buen gusto. Esos mismos útiles pueden encontrarse en su último libro Glup, aventuras en el canal alimentario (Crítica), un divertido y, a la vez, repulsivo viaje repleto de anécdotas, curiosidades y ejemplos a lo largo del sistema gastrointestinal humano en el que el lector es invitado a recorrer el mismo camino que todo lo que en él introducimos: un recorrido, para entendernos, desde la cavidad bucal hasta salva sea la parte. Claro que no siempre lo que ingerimos es alimento: ahí tienen, por ejemplo, las 88 bolsitas de cocaína que Rosa Montoya de Hernández llevaba ocultas en su tracto gastrointestinal. En ese tour por nuestros entresijos que, en cierto modo, me recuerda el que proponía Richard Fleischer por el torrente sanguíneo en la película Viaje alucinante (1966), Roach se detiene en cada una de las etapas: desde la masticación y salivación primeras hasta la expulsión última de lo ingerido, convertido ya en uno de los tabúes más compartidos por las diferentes culturas (en el libro se incluye, por cierto, una tabla con los diferentes tipos de deposiciones clasificadas por los gastroenterólogos). Y, sí: no repriman la mueca de repugnancia, porque lo que cuenta Roach es a menudo simple y catárticamente asqueroso: así somos (también), no solo espíritu y lectores de Paz o Machado, sino sujetos con tanto cuerpo (al menos) como espíritu con cualidades éticas y estéticas. Un viaje en el que lo de menos (aunque vaya si importa) es el punto de llegada, cuando todo está ya hecho. En fin, un libro entretenido, pero que se soporta mejor si se lee con el estómago vacío.

Coda

Ojo a los resultados  de la moda de las reorganizaciones “transversales” de los departamentos editoriales de los grandes grupos (Planeta, Penguin Random House, etcétera), que corren peligro de despersonalizar a los buenos editores, convirtiéndolos en centrales de compras de contenidos y derechos para sellos con catálogos y públicos muy diferentes. Cada editor conoce su propio sello mejor que nadie, y la centralización extrema no siempre es eficiente: los editores encargados de llevarla a cabo se arriesgan a descuidar la calidad y el prestigio de su sello original, diluyéndolo en un magma que responde mecánicamente a las estrategias del grupo. El asunto puede tener graves consecuencias. Y, si no, al tiempo.

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