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EL HOMBRE QUE FUE JUEVES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ayckbourn vuelve al National

La función acaba con una lección práctica a lo 'Breaking Bad': cómo convertirse en capo mafioso en siete días bien podría ser su subtítulo

Marcos Ordóñez
Una escena de 'Small family business', Alan Ayckbourn.
Una escena de 'Small family business', Alan Ayckbourn.

Esta semana he releído la actualísima A small family business, que Alan Ayckbourn, el gran maestro de la comedia británica, estrenó en 1987, y ha vuelto a pasmarme. Fue un encargo del National Theatre, escrito a la medida de Michael Gambon, uno de sus actores fetiche. Ayckbourn quiso hacer “a modern morality play” en clave de farsa, como respuesta a las doctrinas thatcheristas imperantes (“la sociedad no existe, cada uno ha de luchar por lo suyo”, etcétera): hasta entonces se había movido siempre entre la hilaridad y la desolación, pero en esta ocasión le salió una de sus piezas más negras, un cruce feroz entre Feydeau, Brecht y Joe Orton.

Jack McCracken, su cándido protagonista, deja su trabajo en una empresa de congelados para hacerse cargo de Ayres and Graces, la fábrica de muebles de su suegro, Ken, que ha empezado a perder la cabeza. En su discurso inaugural anuncia que la honestidad y la transparencia serán sus lemas: “Se empieza robando un clip en la oficina”, proclama, “y se acaba enfangado en la corrupción”. Un detective llamado Hough interrumpe la fiesta para informar que ha pillado a Samantha, la hija pequeña de Jack, robando en un supermercado por importe de una libra con 87 peniques. En un aparte, Hough le ofrece su silencio a cambio de ser el nuevo jefe de seguridad de Ayres and Graces. Para dar ejemplo, el dignísimo Jack le echa a patadas, pero no tardará en llamarle de nuevo al descubrir que hay un espía en la empresa y los diseños de sus muebles están siendo pirateados por un sello italiano. Un mal paso sin vuelta atrás, porque en el transcurso de una enloquecedora semana, Jack aceptará una creciente cadena de transgresiones: adulterios, prostitución de altos vuelos, traiciones diversas, desvío de fondos y, sobre todo, un peligroso vínculo con un clan del crimen organizado.

Lo peor es que el inquisitivo Hough sabe demasiado, y sus chantajes pueden poner en peligro a la familia. Y eso sí que no: el buen nombre de la familia y de la empresa es lo primero. La función acaba con dos cadáveres en escena (por primera vez en su teatro) y una lección práctica a lo Breaking Bad: cómo convertirse en capo mafioso en siete días bien podría ser su subtítulo.

A small family business se estrenó en el Olivier, la sala grande del National Theatre. Es sabido que Ayckbourn siempre suele plantearse retos estructurales para estimular su imaginación, pero en este caso el desafío fue escenográfico. Había que llenar aquella enorme boca, y así nació un decorado en dos plantas que mostraba, por un corte en sección, los espacios (cocina, sala de estar, alcoba, baño) de los diversos pisos de la familia. De la necesidad brotó una virtud metafórica: todos unidos por la corrupción en una misma casa. La obra permaneció año y medio en el Olivier y obtuvo el premio del Evening Standard a la mejor comedia del año pero, irónicamente, no pudo pasar al West End ni girar: la escenografía era demasiado complicada. Ausente de la cartelera desde entonces, volvió al NT el pasado día 8, dirigida por Adam Penford y protagonizada por Nigel Lindsay, un excelente cómico al que vi por vez primera en el rol de Nathan Detroit en el Guys and Dolls de Michael Grandage, en el Picadilly (2005).

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