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Luto en la Tierra y en Macondo
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Esa ‘mafia’ algo heterogénea de jóvenes

Una vida atribulada que pudo arruinarlo más de una vez ha dejado el tesoro de experiencias que enriquecen su obra

con un impresionante mostachón, una nariz de coliflor y los dientes emplomados. Luce una vistosa camisa de sportabierta, pantalones estrechos, y un saco oscuro echado sobre los hombros. Pátzcuaro es un lago de humores caprichosos situado en las alturas, a unos trescientos kilómetros al oeste de la Ciudad de México, en el camino que lleva a Guadalajara. Cuando cae la noche veloz después de un largo día de trabajo entre cámaras y reflectores —está filmando con un grupo de profesionales en las calles embarradas de un pueblo cercano, donde estallan a cada rato los chaparrones— se pone a pensar.

Sentía que su fama presente era mayor que la de todos sus congéneres

“Inventario de muertos”, llama a la literatura de su país. Y la verdad es que desde La vorágine de Rivera —un clásico ya arcaico— no se ha distinguido por sus novelistas. Colombia es un baluarte del conservadurismo católico, el museo del tradicionalismo político y el purismo literario. Sus escritores han sido académicos y gramáticos. Hubo excepciones honorables: poetas hipersensibles como José Asunción Silva; un modernista cerebral: Guillermo Valencia; un profeta de las penumbras, conocido más que nada por sus excentricidades: Porfirio Barba Jacob. En cuanto a la novela, la idílica María fue un momento del romanticismo. En otros momentos, Colombia se ha destacado por producir algunas de las peores obras del continente. Basta recordar las extravagancias de Vargas Vila, el de Flor de fango, tan inmensamente popular a comienzos del siglo por su combinación de exotismo y pornografía. En otra etapa, fue respetable la obra de Tomás Carrasquilla, el inventor de la novela costumbrista en Colombia. Su realismo escénico tenía más bien fines didácticos. El naturalismo estilo Zola de Osorio Lizarazo pintó cuadros dramáticos. Pero sólo La vorágine perdura, y en gran parte por el arquetipo literario del trópico que legó a novelistas más hábiles. A la cabeza de esos novelistas está García Márquez.

Estaba siempre dispuesto a dejarse sorprender por sus personajes

Una vida atribulada que pudo arruinarlo más de una vez ha dejado a García Márquez con el tesoro de experiencias personales que enriquecen su obra. Es un hombre que puede naufragar sin ahogarse. Hace años que vive en México. Volvería a su patria si pudiera —dice que dejaría todo inmediatamente si lo necesitaran allí—, pero por el momento él y Colombia no tienen nada que discutir. Los separan, entre otras cosas, diferencias políticas de esas que llevan al destierro. Entretanto —si la vida en el exterior puede ser incómoda, para él también ha significado el éxito—, vive como un cauteloso tesorero entre sus joyas nocturnas. Con un puñado de obras a su nombre, ya parece un millonario de la invención. Se lanzó con La hojarasca (1955) y luego, con un fulgor de luces ocultas, se sucedieron rápidamente El coronel no tiene quien le escriba (1961), Los funerales de la Mamá Grande (1962) y La mala hora (1962). Es miembro fundador de esa mafia algo heterogénea de jóvenes internacionales, todos —Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa— rondando la treintena, cuya obra ha revolucionado nuestra literatura. Son una especie de diáspora que se reúne raras veces y no siempre se conoce en persona, pero se mantiene en comunicación a través de las fronteras nacionales. Se admiran y compiten entre ellos. Sienten, a pesar de las envidias inevitables, que el éxito de uno es el de todos. García Márquez habla de una “conciencia de equipo”. Todos están abriendo brecha. El talento puede manifestarse en cualquier parte hoy en Latinoamérica, y por donde aparece se corre la voz. Hay como una exuberancia de la novedad, y una euforia. García Márquez dice que la novela latinoamericana es hoy por hoy la única respuesta a la esterilidad del nouveau roman francés. Todavía duda de su propio talento. Pero vive y siente que existe en sus libros. Como tantos escritores, inventa para compensar alguna carencia personal. Es un hombre intenso, voluble, que hará cualquier cosa para llegar a la gente, para que lo quieran, como dice, hasta escribir libros. La minuciosa reproducción que hace por dentro de sus recuerdos de infancia delata al exiliado que lleva su casa a cuestas por el mundo.

Gracias a García Márquez, el lugar más interesante de Colombia es un pueblo tropical llamado Macondo, que no aparece en ningún mapa. Situado entre dunas y pantanos por un lado, y por el otro la sierra impenetrable, es un pueblito costero tórrido y decadente, como miles de otros en el corazón del hemisferio, pero también muy especial, a la vez extraño y conocido, peculiar y general, instantáneo como un pálpito, eterno como la imagen de un paisaje olvidado. Es uno de esos lugares de donde el viajero se ha ido para volver y encontrarse. Macondo, más un ambiente que un lugar, está en todas partes y en ninguna. Quienes van allá emprenden un viaje interior. Es geografía y también historia y autobiografía.

Luis Harss es crítico chileno. Este texto es un fragmento del volumen Los nuestros (Alfaguara) un libro de entrevistas con 10 autores en el que fijó, en 1966, de manera premonitoria el canon de los escritores latinoamericanos de la segunda mitad del siglo XX, o de lo que habría de llamarse el boom. Harss dedicó a cada autor un capítulo. Entonces, todos los autores elegidos eran conocidos, menos uno: Gabriel García Márquez, que tenía muy pocos libros publicados, entre ellos El coronel no tiene quien le escriba. El nombre del autor colombiano quedó junto a Miguel Ángel Asturias, Jorge Luis Borges, Alejo Carpentier, João Guimarães Rosa, Juan Carlos Onetti, Julio Cortázar, Juan Rulfo, Carlos Fuentes y Mario Vargas Llosa.

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