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La luz que revela (o que ciega)

Una exposición en el Palazzo Grassi de Venecia de artistas como Doug Wheeler, Julio Le Parc, o Bruce Conner exploran la claridad

Latifa Echakhch, 'A chaque stencil une révolution', (por cada plantilla, una revolución), 2007.
Latifa Echakhch, 'A chaque stencil une révolution', (por cada plantilla, una revolución), 2007.Orsenigo Chemollo

Pascal Rousseau, catedrático de historia de arte contemporáneo en la Sorbona, lo resume así: “el despertar de la consciencia es un asunto de lux, aunque un exceso de luz es también un asunto de ceguera”. Esa búsqueda de la luz, como una revelación o en su extremo un deslumbramiento, centra una sorprendente exposición recién inaugurada en el Palazzo Grassi de Venecia, en contrapunto a la gran retrospectiva de Irving Penn, bajo el evocador nombre de La ilusión de la luz, hasta el 31 de diciembre. Comisionada por Caroline Bourgeois, reúne las obras de un veintena de artistas de los años 60 a la época actual, la gran mayoría pertenecientes a los fondos infinitos de la colección Pinault, en las que declinan en todas sus acepciones el ambivalente concepto.

El estadounidense Doog Wheeler inunda a modo de introducción el atrio del imponente palacete del XVIII de un blanco inmaculado que crea la ilusión de una fina bruma. El artista del movimiento Light and Space se propone transformar la etérea luz en material. La instalación, una suerte de cubo abierto en los laterales iluminado por potentes focos que varían de intensidad cada dos minutos, invita al visitante a adentrarse en su interior, donde experimenta la pérdida de toda referencia y la sensación de entrar de lleno en la materia misma.

El parpadeo agresivo de la marquesina de Philippe Parreno, colocada intencionadamente según se suben las escaleras, entre los lienzos que retratan a aristocráticos asomados al balcón de un teatro que adornan las paredes del Palazzo, cuestiona la fascinación por la luz y la sociedad del espectáculo. Llegando ya a la primera planta, la también francesa Vidya Gastaldon aporta un toque de ligereza con su arcoíris de finas tiras de lana multicolor suspendido como levitando en el hall.

El resto continúa explorando los diferentes sinónimos atribuidos a la luz. Marcel Broodthaers utiliza el contraste del blanco y el negro en su Salón Negro de 1966 para expresar su duelo por la muerte de su amigo el poeta surrealista belga Marcel Lecomte. A contracorriente, Troy Brautuch parte de la oscuridad para insinuar escenas aparentemente banales de policía y criminales como una suerte de imágenes rescatadas de la memoria.

Jugando entre lo visible y lo invisible, el colectivo canadiense General Idea denuncia la estigma impuesto a los enfermos de SIDA y el silencio que rodea la enfermedad: en su serie White AIDS (1993) se reapropia las letras de la famosa obra LOVE (1970) de Robert Indiana para escribir en colores apenas perceptibles, cubiertos de blanco y en relieve, la palabra AIDS sobre tres paneles diferentes.

Particularmente desconcertante es el tremendo montaje del estadounidense Bruce Connor: este ha conseguido las imágenes del primer ensayo atómico estadounidense en 1946 en el atolón de Bikini. El ruido ambiente de los aviones va dejando paso a una melodía repetitiva que subraya el aspecto fascinante al tiempo que aterrador de las imágenes de la explosión atómica.

La muestra se hace más lúdica y hipnótica con el maestro del arte óptico argentino Julio Le Parc, con su mágico juego de luces aleatorias. Minimalista, Robert Irwin, recurre al neón para transformar el espacio, dejando al visitante la opción de elegir la intensidad de la iluminación a través del interruptor. El catalán Antoni Muntadas vuelve a la esencia misma de luz, con su Diálogo de 1980 lleno de simbolismo entre una simple bombilla y una vela, entre un mundo de riqueza y uno más modesto, entre dos relaciones al tiempo opuestas.

Cierra el todo el inquietante lienzo Les Veilleurs de la francesa Claire Tabouret, que la benjamina de los artistas expuestos, de 32 años, ha realizado especialmente para despedir el recorrido. Retrata con su característico tono verdoso a un grupo de niños de edad indefinida, como un ejército de soldados, de expresión seria entre severidad y melancolía, que fijan atentamente al observador, bastón blanco en mano como si de un tubo fluorescente se tratara.

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