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SILLÓN DE OREJAS

Sant Jordi y el dragón más insidioso

Los datos sobre la piratería en España siguen siendo espeluznantes y escandalosos

Manuel Rodríguez Rivero

El que lo dice es un librero que se ha visto obligado a vender su negocio: “Solo las personas excepcionales compran libros excepcionales”. El librero, fingido, es Murray Schwartz, interpretado por Woody Allen en El aprendiz de gigoló, de John Turturro, que se estrenará (DeAplaneta) a finales de mes, y que es una de las escasas comedias cinematográficas norteamericanas que no me ha producido vergüenza ajena en los últimos meses. Fascinado por la estupenda banda sonora (en la que destacan, además de encantadoras rarezas como La violetera, musitada por Dalida, el magnífico Canadian Sunset, interpretado por el saxofonista Gene Ammons; escúchenlos en YouTube) casi no caigo en la cuenta de que la librería de Schwartz, que solo sale al principio de esta amable farsa rebosante de humor judío, no es otra que la célebre Westsider Books, un establecimiento mítico que (todavía) sigue en pie en Broadway, enfrente de la aún más célebre (ha salido en más pelis) Zabar’s, la delicatessen más recomendada en las guías de Manhattan. En cuanto a la frase entrecomillada más arriba, solo añadir que, a este paso, lo excepcional va a ser que haya personas que todavía compren libros, excepcionales o no, al menos por estos lares hispánicos en los que la piratería parece haber encontrado uno de sus más seguros puertos europeos. Supongo que habrán reparado en los espeluznantes datos proporcionados por el Observatorio de la piratería y hábitos de consumo de contenidos digitales, que cifran el valor total de lo pirateado on line en 2013 en 16.136 millones de eurillos (1.837 de ellos en libros). A pesar de las protestas y sonrojos ministeriales, que intentan quitar hierro a una realidad mortificante, lo cierto es que aquí se sigue pudiendo piratear casi todo. Por poner un ejemplo de un libraco escandalosa y torticeramente mediatizado: pocas horas después de que se pusiera a la venta La gran desmemoria, el último opus (¿lo pillan?) de esa excepcional vendedora de sí misma que es Pilar Urbano, el libro, con su mensaje entre oportunista y venenoso, ya estaba al alcance gratuito de todos los españoles amantes del morbo prefabricado (me pregunto si el pirata inicial no habrá sido un editor de la competencia). Y no es algo que solo ocurra con los best sellers más o menos predecibles: también pueden conseguirse fraudulentamente, y sin que nadie lo impida, bocados más minoritarios, como Bienvenidos al desierto de lo real, de Slavoj Zizek y otros muchos. De hecho, y según me demuestra con pruebas mi mejor asesor en asuntos corsarios, uno puede conseguir gratis, y en tres o cuatro clics, casi todo lo que se le antoje con solo acudir al sitio adecuado, como en las películas de gánsteres. De modo que en este próximo día (y noche) de Sant Jordi, San Cervantes y Saint Shakespeare, cuando acudamos a las librerías a celebrar la fiesta más impresa, debemos adquirir nuestros libros siendo muy conscientes de que el dragón con el que hoy se enfrenta san Jorge no se parece a ninguno de los tres que pintó (a razón de uno por década) Paolo Uccello, sino que se trata de otro más, mucho más, insidioso y aniquilador: el pirateo. Y que ya no se trata de liberar a la dulce princesa Cleodolinda, sino de proteger a la creación y homenajear a un sector que ha experimentado con particular daño los estragos de la crisis. Y no importa que el dichoso georradar no haya localizado todavía los restos mortales de Cervantes bajo el suelo del madrileño convento de las Trinitarias Descalzas (algunos de esos “estúpidos farsantes” a los que se refiere La ratonera,el último disco de Amaral, tendrán que esperar un poco más para sacarse la foto municipal y autonómica con sus despojos): estoy seguro de que, cualquiera que sea el rincón donde descanse para siempre, el primer escritor de la lengua castellana estaría tan de acuerdo como su colega Shakespeare (enterrado, por cierto en la iglesia de la Holy Trinity de Stradford) en firmar todo lo firmable para que, de una vez, los políticos se tomen el asunto con la gravedad que tiene.

 Pasiones

Acabó la semana de Pasión, para algunos —creyentes o no— un periodo de lectura particularmente grata e intensiva. La de Cristo —hijo de Dios o, en todo caso, fascinante predicador apocalíptico: aún no sé qué pensar (o, tal vez, qué sentir)— no ha sido la única, a pesar de que el DRAE la nombra “por antonomasia”, un privilegio léxico que nuestro primer diccionario quizás le concede “por ser entre todas las de su clase, la más importante, conocida o característica”, y del que carece inexplicablemente —y a estas alturas—, la palabra “holocausto”, que ha sido la tremenda pasión colectiva del pueblo al que Cristo (Dios o predicador) pertenecía. Ya se trate esa ausencia de simple descuido o blando negacionismo, lo cierto es que el Yom HaShoah —que es el día en que se conmemora la “catástrofe”— cae este año el 28 de abril, un mes siempre inestable y poco de fiar y que, como decía Eliot, se complace en mezclar recuerdos y deseos. Existen otras muchas pasiones colectivas sin tanta prensa: ahí, muy cerca, tienen la de los palestinos, ahora victimados por verdugos que fueron víctimas. Pero posiblemente existan muy pocas en el mundo en las que la voluntad de destrucción de unos haya sido tan absoluta, tan planificada, implementada y llevada a cabo con tanta insidia por otros —tan al margen de toda norma moral, laica o religiosa— como la que tuvo lugar en la Shoah, el único Holocausto “por antonomasia”. Estos días de pasiones pasadas y presentes he leído Treblinka (Seix Barral), de Chil Rajchman (con un lacerante epílogo de Vasili Grossman), una crónica a la vez espeluznante y magnífica que tiene la virtud de sacudir al lector con la intensidad de un relámpago —no me había acercado tanto a aquel horror desde el documental Shoah, de Claude Lanzmann—. Un testimonio casi insoportable de la vida en el más terrible campo de exterminio —una perfecta y bien organizada factoría de la muerte— a cargo de un superviviente forzado a colaborar en la matanza como “rapador” de los cabellos de las mujeres, como “dentista” encargado de arrancar las piezas de oro, como “clasificador” de los enseres de los cadáveres. La crónica espantosa de un muerto en vida.

Dama-zorro

Leí por primera vez la estupenda nouvelle del editor y conspicuo miembro de Bloomsbury David Garnett (1892-1981) La dama zorro (1922) en la vieja edición —en la que se incluía Un hombre en el zoo, otro magnífico relato— publicada por Lumen en 1987 y que se encontraba descatalogada desde hace tiempo. Ahora reaparece en Periférica, rebautizada —innecesariamente— como La dama que se convirtió en zorro, y en traducción de Laura Salas. Se trata de uno de los mejores y más elegantes relatos sobre metamorfosis humanas —a los que eran tan aficionados los escritores posvictorianos y modernistas— que pueden leerse. Clásico, elegante, sutil y alegórico: las personas cambian y cambian nuestros sentimientos hacia ellas, se transforman y, en cierto modo, renacen. Un relato perfecto para regalar a parejas en crisis. Como tal vez la de usted, hipócrita (e improbable) lector(a).

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