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Macondo existe

Dicen que Aracataca desembocó en el disfraz de otro nombre porque al niño Gabo le atraía cada vez que pasaban por delante el cartel de una finca bananera

Jesús Ruiz Mantilla
María Magdalena Bolaño, de 97 años, fue la nana de Gabriel García Márquez.
María Magdalena Bolaño, de 97 años, fue la nana de Gabriel García Márquez.Daniel Mordzinski

Todo queda a mano en Aracataca. Todo a un paso. Aunque en mitad del trayecto que lleva del Instituto Picardía a la estación, uno pueda caer víctima del soponcio por ese calor húmedo que aprieta y reblandece hasta convertir en gelatina interna, el improbable calcio de los huesos.

Por eso extraña más. Por eso no deja de llamar la atención que la inmensa e inabarcable dimensión de Macondo saliera un día de aquel olvidado trozo de terruño al que llegaron aquellos gitanos guiados por Melquiades y portadores de todas las claves de la sabiduría, así como de las orillas donde defecaran los cocodrilos, se confundieran sin parar todas las costumbres y el niño Gabo, Gabito, recorriera agolpando en el radar de sus sentidos cada olor, cada vestigio de vida, cada sonido animal y vegetal, hasta ensancharlo para dejar boquiabierto al mundo como su vasto territorio imaginario.

Sin embargo ya nadie en el planeta saca a colación los demás significados de dicha palabra encomendada al solar de su magia

Dicen que Aracataca desembocó en el disfraz de otro nombre porque al niño Gabo le atraía cada vez que pasaban por delante el cartel de una finca bananera. Lo relata en sus memorias, Vivir para contarla. “El tren hizo una parada en una estación sin pueblo, y poco después pasó frente a la única finca bananera del camino, que tenía el nombre escrito en el portal: Macondo. Esta palabra me había llamado la atención desde los primeros viajes con mi abuelo, pero sólo de adulto descubrí que me gustaba su resonancia poética”.

Lo de menos era enterarse de qué se trataba: “Nunca se lo escuché a nadie ni me pregunté siquiera que significaba… Lo había usado ya en tres libros, como nombre de un pueblo imaginario, cuando me enteré en una enciclopedia casual, que es un árbol del trópico parecido a la ceiba, que no produce flores ni frutos, y cuya madera esponjosa sirve para hacer canoas y esculpir trastos de cocina. Más tarde, descubrí en la Enciclopedia Británica que en Tanganyika existe la etnia errante de los makondos y pensé que aquel podía ser el origen de la palabra. Pero nunca lo averigüé ni conocí el árbol, pues muchas veces pregunté por él en la zona bananera y nadie supo decírmelo. Tal vez no existió nunca”.

Sin embargo ya nadie en el planeta saca a colación los demás significados de dicha palabra encomendada al solar de su magia. Macondo ya para siempre es el territorio inventado por García Márquez. Y ese territorio está inspirado en la ciudad donde nació en el Nobel en 1923. Allí, junto a su casa, uno puede imaginar sus diarios recorridos. Allí sigue en pie la iglesia donde fue bautizado en la Plaza Bolívar. Un espacio —no la iglesia, la plaza— cuyos jardines fueron construidos gracias a la financiación de las putas que lo frecuentaban.

Con una de tantas crisis, escasearon los clientes y las peleas fueron habituales. Por cada riña, el alcalde las conminó a aportar una cantidad que serviría para plantar árboles o acotar jardineras, como cuenta Rubiela Reyes, guía local. Seguido está la calle de los turcos, que más que turcos eran libaneses o sirios católicos despistados. Habían cambiado el calor seco del desierto por el húmedo borbotón de la selva a miles de kilómetros de distancia de sus orígenes.

Por allí se dejaban caer los mandamases de la United Fruit Company antes y después de la matanza bananera que asoló el lugar en diciembre de 1928

Allí estaba el teatro Olimpia, por allí sigue viviendo Magdalena Bolaño, la niñera del escritor, quien aún lo recuerda como muy tremendo, y un poco más alejado, a la derecha, la ruta que lleva al colegio María de Montessori, donde Gabo cuenta que le costó mucho aprender a leer. Una prueba que logró pasar cuando se adentró en un volumen polvoriento que andaba por la casa y que mucho tiempo después descubriría que se trataba de Las mil y una noches.

Justo enfrente, al parecer, don Nicolás Márquez, coronel retirado que insufló para siempre en él cierta fascinación por el poder y otros enigmas desde que le regalara su primer diccionario, nada más soltar al crío en manos de sus maestras, se dejaba querer por una de sus amantes en la casa de enfrente. Fue un secreto que el nieto jamás reveló a nadie. Quizás por lealtad, quizás por no ver sufrir a su abuela Tranquilina.

Vicios menores y negocios mayores dejaban constancia de la inclinación hacia las mujeres de este personaje que fue primer héroe de Gabito. Un hombre cercano, curioso y avispado para desenvolverse entre las filas del liberal Rafael Uribe, caudillo que dio mucho juego posterior al autor de Cien años de soledad. El abuelo Nicolás, aparte de sus aficiones por la gramática en un país donde al menos cuatro presidentes de la república habían publicado compendios sobre la materia en sus años de juventud, parece ser que regentó un burdel dedicado a prestar servicios a los extranjeros en las afueras del pueblo. No muy alejado de la estación, aquel antro se dio en llamar con un guiño de elegancia La academia de baile.

Aracataca fue fundiéndose en la ciénaga terrenal de una irremediable decadencia

Por allí se dejaban caer los mandamases de la United Fruit Company antes y después de la matanza bananera que asoló el lugar en diciembre de 1928. Silenciada entonces para no alentar la rabia de todos los sindicalistas del país que hubieran podido levantarse en armas, pasó de puertas para afuera como una anécdota y quedó grabada en el lugar como una supurante sombra de silencio. Sólo años después, certificado por el Departamento de Estado en EE UU, se supo que por aquellos altercados se había llevado a cabo una matanza indiscriminada con más de 1.000 víctimas bajo orden del presidente Miguel Abadía Méndez.

A partir de entonces nada volvió a ser lo mismo. Aracataca fue fundiéndose en la ciénaga terrenal de una irremediable decadencia. Hasta que aquel niño, testigo inquieto de las epopeyas calladas que protagonizaron los suyos, elevó aquel lugar a los cielos inmortales de la literatura con otro nombre. El que resuena hoy en todos los oídos con un eco de luto conocido como Macondo.

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Sobre la firma

Jesús Ruiz Mantilla
Entró en EL PAÍS en 1992. Ha pasado por la Edición Internacional, El Espectador, Cultura y El País Semanal. Publica periódicamente entrevistas, reportajes, perfiles y análisis en las dos últimas secciones y en otras como Babelia, Televisión, Gente y Madrid. En su carrera literaria ha publicado ocho novelas, aparte de ensayos, teatro y poesía.

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