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Otra serie que es gran cine: ‘True detective’

Las ocho horas de ficción escritas por Nic Pizzolatto y dirigidas por Cary Fukunaga son una inmersión en el mal radical

CARLOS BOYERO

Casi siempre llovía en aquella ciudad sin nombre, tan parecida a las nuestras. Un viejo policía negro, cerebral, solitario, metódico, asqueado, que distrae su insomnio y su angustia en sus interminables noches lanzando la navaja sobre una diana inmóvil, escuchando el tictac de un metrónomo y leyendo una vez más a los clásicos, que cuenta las horas para su anhelada jubilación y alejarse de un mundo siniestro en el que cada vez le cuesta más respirar, recibe una última misión. Debe asociarse con un policía joven, impulsivo, visceral, suspicaz ante la complejidad mental y el estudio de la naturaleza humana como método para investigar crímenes que a él le resultan elementales, para encontrar al sofisticado monstruo que asesina con refinada crueldad a personas que representan los pecados capitales. Esta impresionante película se titula Seven y aguanta con su arte y su espanto intactos múltiples revisiones.

Confirmó varias y productivas cosas. Que su director, David Fincher, poseía un talento especial para desarrollar intrigas en universos agobiantes (antes de Seven había realizado la desolada Alien 3), algo que ha demostrado transparentemente en su obra después de 25 años, autor de al menos dos obras maestras como El extraño caso de Benjamin Button y Zodiac y probablemente el director más inteligente y sólido que ha parido Hollywood en las dos últimas décadas. También que Brad Pitt podía ser un actor notable, que además de ese rostro y ese físico espectaculares poseía capacidad para crear personajes con alma, que si le ofrecían buenos guiones y sabían dirigirle sería tan creíble como brillante. Aunque la presencia de Kevin Spacey fuera breve, su sombra planeaba durante todo el metraje de Seven (como la de Welles en El tercer hombre y Brando en Apocalypse now, pero con la diferencia de que ellos eran mitos desde el comienzo de sus carreras y Spacey nos resultaba desconocido a casi todos sus espectadores), creaba con economía de gestos, voz tenue y sonrisa cínica a uno de los villanos más inquietantes y terroríficos de la historia del cine.

Igualmente, el enorme éxito de Seven alimentó hasta extremos mareantes un género habitado por psicópatas presuntamente inolvidables, asesinos en serie infinitamente retorcidos y un mal progresivamente delirante al que persiguen policías sabios y especializados en ciencias del comportamiento. Recuerdo excesivos engendros intentando plagiar el argumento y la estética de Seven, horrores epidérmicos, abuso de sanguinolencia y efectos especiales. No solo en Hollywood, sino en las cinematografías de cualquier parte, incluidas las más cutres. Todo dios aspiraba a disponer en sus futuras producciones de un caníbal hiperculto o un sádico con poderes sobrenaturales que, en vista de los gloriosos precedentes, iban a arrasar en la taquilla. El tullido y demoniaco John Doe que interpretaba Spacey en Seven y el doctor Hannibal Lecter de El silencio de los corderos, al que Anthony Hopkins inyectó magnetismo, elegancia, sensualidad y una capacidad asombrosa para despertar terror duradero, despreciarían profundamente, les provocarían los más refinados tormentos o se comerían directamente a tantos descerebrados serial killers del cine que han pretendido estúpida e inútilmente imitarles.

Han tenido que pasar muchos años para que un argumento centrado en la investigación de la patología criminal adquiera una fascinación, un misterio, un desasosiego y un arte comparables a los de Seven. Y no es una película. O sí. Sería una película de ocho horas de duración. O una novela voluminosa dividida en ocho capítulos. Que he devorado en dos noches. Es una serie de televisión. Pero en ella encuentro las virtudes, la estética, la complejidad y las emociones que siempre he asociado al gran cine. Por ello, me cuesta reconocer que se trata de televisión, algo de lo que hubiera podido prescindir a lo largo de toda mi existencia, sin sentir que a ella le faltaba algo interesante o necesario. Pero me hubiera sentido huérfano, vacío, absurdo, si mi vida no hubiera estado habitada permanentemente por el cine, los libros, la música. Y desde que llegó HBO a la televisión y alguna otra productora que ha seguido sus huellas, creería que me faltaba algo imprescindible para mi gozo si no hubiera visto The wire, Los Soprano, Deadwood, Roma, Breaking bad, Mad men, Boardwalk Empire, Carnivale, Juego de tronos, series que me provocan idénticas sensaciones en mi casa que cuando veo una película apasionante en la sala oscura.

Y la última que he seguido en estado de hipnosis, que sin necesidad de darme sustos me revolvía el cuerpo y el cerebro, cuya atmósfera maligna me impregna y me hace temer que sueñe con ella, se titula True detective. Es deudora de Seven. O sea, esta puede sentirse orgullosa de su descendencia. A diferencia de todas las series, en las que su creador acostumbra a escribir el capítulo que inicia la temporada y el que la cierra, y los directores se alternan a lo largo de ella, en esta todos los guiones vienen firmados por el hombre que la inventó y los dirige la misma persona.

El primero se llama Nic Pizzolatto y asusta imaginar lo que late en el poderoso cerebro de este hombre. La visión del mundo, de las relaciones humanas, del amor, de la soledad, de las zonas de sombra que poseemos todos, de las trampas y las mentiras que establecen las personas consigo mismas y con los demás, del eterno y enfermizo breviario de podredumbre que practican los seres humanos, la implacabilidad consigo mismo y con los demás que manifiesta el atormentado, amargo y apocalíptico Rust Cohle, uno de los dos detectives que protagonizan esta intriga sombría, podrían haber sido compartidas por Schopenhauer y Cioran. El segundo conductor de esta serie magistral y terrible se llama Cary Joji Fukunaga. Se encarga de trasladar a imagen ese material explosivo, dotándolo de una estética muy potente, utilizando una cámara que se mueve y es expresa como en el cine más cuidado, incluidos algunos planos secuencia que te dejan con la boca abierta, creando un clima, una aspereza y una densidad psicológica que te hacen creer que el autor de esos crímenes rituales y salvajes puede ser cualquiera de los personajes que tienen una presencia continua en la serie, pero también los episódicos o los que aparecen brevemente, que todo el mundo anda jodido por dentro en esa amenazante Luisiana y que la identidad del mal no excluye a nadie.

Habla de la problemática, densa, profunda relación entre dos policías durante 17 años, llena de cicatrices mutuas, necesitándose desesperadamente el uno al otro, rota durante una época larga y reconstruida con el único fin de terminar una búsqueda obsesiva cuya resolución quedó incompleta, la del jefe de una banda de tarados satánicos que se dedicaba al secuestro, la tortura y el asesinato no solo de mujeres jóvenes y a la intemperie, sino también de niños, montones de críos que constataron que los monstruos de los que hablan las leyendas no pertenecen a los cuentos, sino que son pavorosamente reales, están al lado, se cebarán con ellos. En la emocionante secuencia final, uno de ellos declara su certidumbre de que la única historia del mundo se reduce a la lucha entre la oscuridad y la luz. Pero casi todo lo que hemos visto, oído, intuido y temido en su brutal y finalmente liberadora odisea está dominado por las sombras. El Rey Amarillo y Carcosa, el horror en estado puro, me temo que van a permanecer mucho tiempo en mi memoria. También la interpretación de Woody Harrelson, un actor raro que siempre fue bueno, pero Mattew McConaughey fue durante muchos años intrascendente y en los últimos tiempos cada una de sus interpretaciones funciona en estado de gracia. Lo que sugiere, lo que expresa por dentro y por fuera sobre ese hombre desesperado, complejo, heroico y trágico en True detective está mas allá del elogio.

True detective se emite en Canal +.

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